- Sonido desnudo.
Ramiro
ha puesto el disco de Giuseppe Di Stefano que yo le regalé. Pero nadie parece
escuchar la cálida voz con la que el tenor italiano canta las arias de Puccini.
Todos hablan a la vez, aunque sin algarabía. El tono de las voces no es muy
elevado; no es que susurremos, es que solo somos cinco y nos es suficiente poco
más que un balbuceo para escucharnos en medio de este comedor espacioso y con
los techos tan altos. Como las ventanas están abiertas, cuando callamos, por encima
del tintineo de vasos y cubiertos, incluso por encima de la música, nos llega
el rumor de las olas, el runrún de los barcos que faenan en la bahía cercana,
el graznido de alguna gaviota y hasta, intermitentemente, el ladrido lastimero
de Cortázar, el perro, que siempre está triste y parece asustado cuando ellos,
que son los amos, están en casa.
Irene
se levanta de la mesa y acude a la cocina, porque la tetera ha empezado a
pitar. Solo la barra nos separa y ella sigue hablando con su cuñada desde el otro
lado. “¿Entonces no te vas a bañar, con la noche tan buena que hace?”. Claudia
le responde que no se ha traído el bañador, a la vez que su hermano Ramiro,
levantándose de la silla, que cruje como si se quejara al liberarse de su peso,
alza la voz para pedirle a su mujer que a él no le prepare tecito, que va a
abrir una botella de champán. Dice “champán”, porque Irene y él nunca dejan de
sentirse franceses, aunque lo que trae de la nevera es un delicioso espumoso
chileno, cuyo pum nos sorprende al saltar su tapón por el aire. Claudia y yo,
aún sin renunciar a la infusión, también le acercamos nuestras copas y Ramiro
las llena desde lo alto, dejando que las burbujas del gas suban desde el fondo,
explotando en un suave y fresco murmullo
que las convierte en espuma.
Javi
dice que se va a la cama y Claudia, su tía, que poco antes le ha hecho un
sándwich, porque no quería empanadas ni jaiba, lo acompaña para leerle el
cuento que le ha prometido. Sus risas, frescas y cantarinas, nos llegan desde
la habitación cercana, antes de que la cálida voz de la muchacha se convierta
en una ininteligible salmodia. Irene trastea en la cocina, se escucha el
potente chorro del agua de la llave, el repique con el que entrechocan platos y
vasos… El disco ha llegado a su fin con la “¡Nessun dorma!” de Turandot. Di
Stefano se queda callado. Ramiro me pregunta por cómo va la novela. Carraspeo
inconscientemente antes de mentir y decirle que muy avanzada. Él no aprecia el
titubeo de mi voz. La suya se hace más estridente por momentos: ha bebido
mucho, como siempre, y pronto lo oiremos roncar. Me marcho a mi cuarto y, como
cada noche, antes de acostarme, abro la ventana de par en par y me quedo
escuchando los motores de los barcos pesqueros, que siguen llegando desde la
cercana bahía, ahora mezclados con las voces lejanas de los pescadores que
faenan, cuando el aire las arrastra hacia aquí. No se puede entender lo que
dicen, pero se puede discernir que son humanas… Sin embargo no se oye el motor
renqueante de la buseta, que pasa por el camino de tierra que bordea la playa;
pero he viajado tantas veces en ella que me resulta fácil imaginar la cascada
voz del “chofer”, el tintinear de las monedas de quinientos y cien pesos que
caen en la caja metálica, las palabras de los viajeros que gritan desde el
fondo para indicar al conductor que pare en el siguiente cruce de caminos, las
alegres “tecnocumbias” que se escapan de la radio de la camioneta.
De
pronto escucho chapotear en la piscina, tan próxima a mi ventana, y todo lo
demás parece quedar en silencio. No alcanzo a ver quién se pueda estar bañando
a estas horas de la noche; pero será Claudia y, no sé por qué, mi corazón se
acelera al saberla tan cerca. Su presencia siempre me cohíbe. Me gusta
escucharla. El timbre de su voz es tan acariciador como la mirada con la que me
presta atención cuando yo le hablo; pero nunca hemos estado los dos a solas;
siempre con su hermano, su cuñada o su sobrino delante.
No
han pasado ni quince minutos cuando suena el móvil, que he dejado en la mesilla
de noche. “Estoy en la piscina”, me dice con una voz que suena a invitación.
“Ahora voy”, le respondo, con la mía más temblorosa de lo que quisiera. Y salgo
por la puerta que da directamente de mi habitación a la terraza. Cortázar, al
verme salir, viene corriendo a mi lado. Ya no ladra, pero continúa quejándose
lastimeramente, aunque tan flojito que apenas se le oye. Sigo escuchando el
chapoteo, cada vez más cercano. El suelo de madera cruje bajo mis pasos. Me
siento al borde de la piscina y meto los pies en el agua. Ella viene nadando
hasta mí. “¿No te bañas?”, me pregunta. Le digo que no y ella se aleja
braceando hacia la otra punta. El viento mece las hojas de la higuera que, si
fuera el medio día, nos estaría dado sombra; no es un silbido, no sopla tan
fuerte, pero sí lo puedo escuchar; como escucho el romper de las olas en la
playa que, al retirarse, arrastran los guijarros, haciéndolos sonar al
entrechocar unos con otros. Claudia ha vuelto a mi lado y sale fuera de la
piscina. Está completamente desnuda, hermosamente desnuda. Camina hasta la
silla en la que ha dejado su ropa y una toalla enorme con la que se seca los
cabellos mojados antes de envolverse en ella. Viene a mi lado y se sienta junto
a mí, mete también sus pies en el agua y nos quedamos callados. Y de pronto,
con la vista clavada en el oscilante rayo de luna que se refleja en la
superficie del mar del fondo, ya no
escucho nada más que el acelerado latir de mi agitado corazón.
- El olor de las jaibas
El
comedor huele a jaibas recién cocidas. Puede que haya gente a la que no le
guste este olor a pescado, pese a lo tenue que es. A mí me encanta. El placer
de comerlas empiezo a disfrutarlo tan pronto como su aroma me llega a la nariz.
Incluso antes, porque esta tarde, mientras Damián me ayudaba a quitarles las
pinzas, a medida que Dindón las sacaba de la olla, yo ya me sentía feliz
imaginando que esta noche las serviría para cenar. Lo que no esperaba era la
inoportuna llegada de Claudia. Hasta que la he visto aparecer, seguida de
Cortázar, que daba saltos de contento a su alrededor, todo era perfecto: el
fresco olor a sal que todo lo impregna desde la bahía cercana, el de la leña
que se iba convirtiendo en carbón en la hoguera, la fragancia a serrín y madera
que, cuando estoy en la barbacoa, me llega desde la leñera cercana; como cuando
estoy junto a la piscina, que siempre parece oler a limpio, que es lo que me
sugieren el cloro y la lejía que se evaporan con los rayos de sol y que se
mezcla con el aroma acre y dulzón de la higuera que hace sombra sobre el agua.
No
he tenido más remedio que levantarme a darle un beso a mi cuñada y decirle que
me alegraba de verla por aquí; pero todo en ella me resulta molesto, hasta esa
colonia que se pone, que quiere parecer fresca, con fragancias de pomelo y
pera; pero que acaba resultando antigua, porque lleva almizcle, como los
perfumes de antes. Me dice que tenía ganas de ver a Javi, que le trae un libro.
Le doy las gracias y le sonrío, pensando que me está mintiendo: antes no venía
nunca; pero, desde que está viviendo aquí Damián, aparece cada dos por tres,
siempre con alguna excusa. Menos mal que yo ya le he advertido a él para que
tenga cuidado. Casi ni hablan; aún así, como es natural, Damián también se ha
levantado de la mesa para darle la bienvenida. “No te doy dos besos” Le ha
dicho (sigue con la costumbre de dar dos, como en España), “porque apesto a pescado”… Ha hablado de
hedor cuando a lo que realmente emanaba de él era una tenue fragancia marina
con toques de laurel, cilantro y aceite de oliva crudo, que es lo que le hemos
echado al caldero donde se cocían las jaibas vivas. ¡Qué simples son los
hombres para los olores y los colores!
Ya
en la mesa, le pido a Ramiro que nos ponga música y él, obediente como siempre
(porque mi marido no es servicial pero sí se deja manejar), se levanta de su
silla (que suspira estremecida al liberarse de su peso), y se va a buscar un
cedé junto al equipo. Elige uno italiano que nos regaló Damián cuando vino. Nos
contó una historia, algo así como que el cantante era el amante de una amiga
suya… no, de la madre de una amiga suya; pero que de quién estaba realmente
enamorado era de la niña. No me lo creo. Eso es de una película que yo he
visto. Ramiro pone el disco y la cursi de mi cuñada cierra los ojos y casi
suspira al escuchar cantar en italiano… Claro que también yo los cierro cuando
me llevo la copa del vino a la boca; pero es que a mí me gusta más olerlo que
beberlo. El de esta noche es un ribeiro que Damián se trajo de España.
Me
levanto de la mesa para apagar el fuego de la tetera, que ya ha empezado a
pitar. El vapor del agua que sale por boquilla me huele a plancha. Ramiro
siempre se reía de mí cuando, viviendo en Toulouse, al principio de conocernos,
yo le decía estas cosas; pero, tal vez porque aún tenía muy recientes los recuerdos
de mi casa, no podía dejar relacionar ese olor del vapor con la imagen de mi
madre planchando, de la ropa húmeda, del almidón que, dentro de un saquito,
pasaba por las camisas de mi padre; incluso el del picón que lentamente se
quemaba en el brasero que había debajo de la mesa camilla, sobre la que ella
planchaba y yo hacía mis deberes para el colegio. Ramiro me dice que no quiere
tecito, que va a abrir una botella de champán. Los embriagadores efluvios del
vino dejan paso ahora a otros más frescos, de
canela y moras, en el espumoso; junto los de la menta, la hierbaluisa y
el jengibre que he puesto en la infusión.
Claudia
se sube al cuarto de Javi, para acostarlo y leerle un cuento. El niño adora a
su tía, por eso no tengo más remedio que aguantarla. Ramiro le pregunta a
Damián por la novela que está escribiendo y él le dice que va bien. No sé si él
se lo cree, pero a mí no me engaña. No sé qué hace todo el día en la casa, pero
la novela no avanza. Prefiero no entrar en la conversación. Voy a preparar la
masa y pondré la panificadora para que nos haga el pan de mañana; así, cuando
nos levantemos, toda la casa olerá a pan recién horneado. Damián se ha pasado a
su habitación y a Roberto lo escucho subir las escaleras hacia la nuestra. Ha
bebido mucho y enseguida estará roncando. He dejado de escuchar a Claudia, Javi
también se tiene que haber dormido.
Es
ya la una de la mañana y no consigo conciliar el sueño. Los ronquidos de Ramiro
no me dejan dormir y el hedor que desprende, cuando ha bebido tanto, es acre y
avinagrado, como si los efluvios del vino, corrompido en su interior, se
volatilizaran por los poros de la piel. Veo salir luz por debajo de la puerta
de la habitación de Damián. Si no está dormido, podríamos acabarnos el champán
que ha sobrado y hablar un rato. Me acerco a la puerta con dos copas limpias en
una mano y la botella medio llena en la otra; pero, antes de llamar, me doy
cuenta de que, por encima del olor de las jaibas que hemos cenado, de las
especias que tengo en la estantería de la cocina cercana, la masa del pan que
reposa recién cocida y tantos otros aromas, me llega la empalagosa fragancia
del almizcle que ahoga las ligeras notas de pomelo y de pera… Aunque me cuesta
creerlo, enseguida distingo un levísimo murmullo de voces al otro lado de la
puerta. Siento que la sangre se me sube a la cabeza y la escucho latir en mis
sienes.
- Piel de gallina
El
portón de la entrada está abierto, como siempre. No tengo que bajarme del carro
hasta que estoy dentro y ya he apagado el motor. Cortázar viene corriendo a
saludarme. Me pasa la lengua húmeda por la cara y las duras uñas de su patas me
arañan la piel en su afán por abrazarme. No es un perro muy listo, pero tiene
buena memoria y, así como corre a esconderse cuando por el camino pasan niños o
alguno de los canes que lo atacaron y dejaron moribundo aquella noche en la que
estaba atado, corre también a recibir las caricias de quienes lo tratamos con
cariño. Paso mi mano por su lomo y compruebo que su piel es áspera y rasposa… Aquel fin de semana que Damián
trajo a su amiga Paulina, la veterinaria, y entre los dos lo bañaron,
descubrimos que su pelaje natural es suave y delicado, casi sedoso, por
imposible que pueda parecer al vérsele tan negro. Pero Cortázar siempre está
sucio: mi hermano y mi cuñada nunca se han ocupado de él; para ellos solo es el
perro y no merece mayor atención. Se piensan que es suficiente con que no le
falte el pienso que Dindón le pone cada mañana y algunas sobras de carne que le
traen de la ciudad, pegajosas al tacto, porque ya se están descomponiendo.
Mi
cuñada y Damián están en el porche de la terraza que hay junto a la piscina.
Están arreglando las jaibas que, por lo que veo, Dindón ha hervido en una olla
grande de peltre, que todavía reposa sobre unas trébedes, casi al rojo vivo de
tanto tiempo como llevan entre llamas. Mi cuñada se levanta presurosa a
saludarme con un beso seco y una sonrisa que no consigue enmascarar la poca
gracia que le hace mi llegada. Pero yo no vengo a verla a ella. Yo vengo a ver
a Javi y a Damián, que me da dos besos, como dice que tienen por costumbre en
España, uno en cada mejilla. Estos no son secos, como los de Irene; pero
tampoco tan húmedos que resulten desagradables; son poco más que una tenue
caricia hecha con los labios.
Me
gusta Damián. Es un hombre mayor, puede que demasiado viejo para mí; pero emana
sabiduría y me gusta escucharlo cuando habla; me inspira seguridad y el timbre
de su voz me llena de paz. Solo he sentido el roce de su piel en una ocasión
que me tomó la mano. Una sola vez y no he podido olvidarla, porque todo mi
cuerpo se estremeció. Un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal y me puso
piel de gallina; el vello se me erizó en los brazos y las piernas. Espero que
él no se diera cuenta.
Pregunto
por mi hermano y por mi sobrino. Parece que han ido al pueblo a comprar unas
empanadas de camarón y queso, con las que acompañar a las jaibas en la cena de
esta noche. Irene me ofrece una copa de vino, pero prefiero un bote cerveza que
yo misma saco del frigorífico. El aluminio de la lata está completamente
helado, tan helado que se pega a las yemas de mis dedos. Mientras ellos acaban
o regresan los muchachos, me siento a la sombra de la higuera. Me seco la
humedad de los dedos en la corteza áspera y rugosa del árbol.
Damián
me mira a hurtadillas, pero yo trato de sonreírle francamente. Y lo hago
también durante la cena; aunque él permanece todo el tiempo callado o, si
acaso, intercambia con mi hermano alguna frase hecha. Me levanto a hacerle un
Sándwich a Javi, que no quiere cenar otra cosa. Irene me pregunta si no me voy
a bañar. Sabe que me gusta hacerlo de noche. Le digo que no y alego que no me
he traído traje de baño; pero sí quiero hacerlo, solo que sola y no en familia.
Así es que le propongo a mi sobrino llevarlo a la cama y leerle algún cuento
del libro que le he traído. Hasta el dormitorio nos llegan voz de Giuseppe Di
Stefano : “…ma un giorno, v'ho
incontrata... ho sognato d'andarmene con voi tanto lontano…”, mientras yo
leo sin alzar mucho la voz y el niño se va dejando vencer por el sueño entre
las frescas sábanas de raso que mi cuñada utiliza en verano.
Para
no ser vista, salgo a la piscina por la puerta de atrás, junto a la lavadora,
pasando por delante de la puerta del dormitorio de Damián, para salir por la
leñera. He cogido una toalla grande, que dejo junto a mi ropa en una de las
sillas que hay bajo la higuera. No hace frío y entro despacio en el agua,
notando como me va cubriendo poco a poco, primero a medida que voy bajando los
escalones y después conforme me voy alejando de la orilla: los tobillos, la
rodillas, los muslos, las ingles, el ombligo, las costillas y, cuando se me van
a mojar los erguidos pezones, me sumerjo de golpe hasta la cabeza y me pongo a
nadar. Procuro hacerlo lentamente, con suaves brazadas, para no chapotear y,
cuando me canso, trato de flotar boca arriba, contemplando la luna y las
estrellas.
Todas
las luces de la casa se han apagado, menos la de la habitación de Damián, al
que imagino escribiendo ante el ordenador. Me excita imaginarlo en su cuarto.
No es la primera vez que me ocurre; aunque ahora, dentro del agua, no pueda
notar tan claramente la humedad de mi sexo. Decido salir a buscar el celular e
invitarlo a venir. Acude enseguida.
Yo
nado de nuevo, pero él se queda sentado al borde de la piscina, con los pies
desnudos dentro del agua. “¿No te bañas?”, le pregunto. Me dice que no y yo me
alejo braceando hacia la otra punta. El viento mece las hojas de la higuera
que, si fuera el medio día, le estaría dando sombra. Vuelvo a su lado y salgo
del agua. Me acerco a buscar la toalla y me seco un poco antes de envolverme en
ella. Pese a que solo nos ilumina la luz de la luna, percibo su turbación y el
nerviosismo con que sus ojos apartan la vista de mis pechos, que oscilan
cuando, doblada hacia adelante, trato de secarme los cabellos mojados. Me
siento a su lado y también meto los pies en el agua. Estamos callados y casi
puedo oír los latidos de su corazón, mientras un rayo de luna titila en la
superficie del mar al que se asoma la casa.
Me
levanto y, mientras con una mano me sujeto la toalla, le tiendo la otra para
que me la tome y hacerlo seguirme hasta su cuarto. Una vez dentro, desnuda, lo
despojo de sus ropas, sin permitirle a él quitarse ninguna prenda ni ceder a la
prisa de sus nervios. Encuerados los dos, acaricio con mi mano izquierda el
bello de su pecho y con la derecha agarro su pene inhiesto, que empieza a
palpitar entre mis dedos del mismo modo que palpitan los labios de mi vagina,
mientras los de mi boca buscan la caricia de los suyos y un dulce escalofrío me
recorre toda la espalda, poniéndome la piel de gallina.
- El quinto sabor
Esta
empanada de pino, recién sacada del horno, está deliciosa; tal vez un poco
caliente, casi quema; pero tan tierna que la masa se deshace en la boca y uno
puede apreciar con placer los pedacitos de ternera, con el ahumado sabor de la
paprika, ligeramente picante y el leve amargor de los cominos; además de la
sabrosa mezcla de las olivas negras y huevo duro. Me relamo con deleite y no me
explico cómo a Irene puede no gustarle la carne; ella solo come verduras y algo
de pescado… bueno, eso de “algo” lo dice ella, porque come bastante y si son
jaibas no tiene medida. Claro que a mí también me gustan y ya se me hace la
boca agua pensando en que esta noche las vamos a cenar. Ya he puesto a enfriar
una botella de ribeiro, que nos trajo Damián cuando vino; me encantan los vinos
gallegos, tan parecidos a algunos de los del sur de Chile: su sabor me recuerda
a las rosas y a frutas tan suaves como el lichi… Pero para después he sacado
una botella de estelado rosé, porque sé que a mi hermana le encanta y esta
noche va a venir, aunque no se lo he dicho a Irene, porque sé que no le gusta y
prefiero que no la esté esperando de uñas.
Javi,
que no ha querido una empanda, no ha sido capaz de terminarse el pie de limón
del que se ha encaprichado. Solo se ha comido el merengue. Ya sabía yo que no
podría con todo. Le ayudo a terminarlo y me como la base: siempre apetece un
poco de dulce después de lo salado, aunque este resulta un tanto empalagoso.
Subimos al coche y volvemos a casa con la compra.
Al
llegar veo el carro de Claudia dentro del patio. Me hubiera gustado llegar
antes que ella. Cortázar corre a esconderse debajo de las tablas de la
escalera. Desde que lo atacaron, no solo le teme a los canes, sino también a
los niños. Siempre huye de Javi y yo me siento culpable. Es posible que viniera
algún niño con los ladrones. No quiero que en la casa lo sepan, por la
tranquilidad de todos; pero lo que me contó Dindón, cuando encontró al perro
moribundo, es que lo habían apaleado con un bate o una barra de hierro. No
tenía dentelladas, sino golpes. Si ellos lo supieran, si Irene y Javi lo
supieran, tendrían miedo de que pudiera volver a ocurrir y ella, además, se
sentiría culpable (porque fue Irene quien me pidió que lo atara y le pusiera el
bozal, para que no nos molestara con sus carreras y sus ladridos). Es posible
que no fueran ladrones, que fuera indigentes que quisieran meterse en algunas
de estas casas que suelen estar vacías casi todo el año; se darían cuenta de
que había gente y por eso se fueron; pero no entiendo por qué tuvieron que
apalear a un perro que estaba indefenso y que ni siquiera pudo ladrar para
quejarse o pedir ayuda… si es que los perros piden ayuda. Mejor no pensar. Ya
pasó.
Pongo
el disco de Giuseppe Di Stefano que Damián nos trajo. No sé a cuento de qué…
bueno sí, nos contó que el cantante estaba enamorado de una amiga suya. Hubiera
sido más lógico que, viniendo de España, nos trajera uno de Tete Montoliu o
Ximo Tebar; él sabe que a mí me va el jazz y no la ópera. De Italia solo me
gusta la comida: nadie hace la pasta como ellos. Ni los helados. La primera vez
que fui a Roma, siendo estudiante todavía, sin dinero, me compraba un trozo de
pizza al “taglio” y me la comía por la calle; me encantaban con la base bien
crujiente y el toque de sabor que da la leña, si de verdad las habían hecho en
un horno tradicional. Luego me compraba un helado y buscaba un banquito en la
plaza o el parque más cercano, para degustarlo con los ojos cerrados y no dejar
escapar ninguno de los matices de sus sabores dulces o ácidos, según cuál
hubiera escogido.
Me
está contando Damián que existe un quinto sabor, el umami; que se lo han
explicado en un curso de catas de vino que hizo poco antes de venir. ¿El umami?
Me explica que es el sabor de las pastillas de caldo concentrado. A mí esas me
saben a salado y tirando a amargo. Él me dice que se trata de un sabor que se
encuentra de forma natural en los champiñones y otras setas, los espárragos, el
jamón ibérico, algunos quesos… Me cuesta hacerme una idea; pero todo lo que va
nombrando me resulta apetitoso. Creo que me gusta este quinto sabor.
Abro
el champán. No es francés, pero está delicioso. Les sirvo primero a mi hermana,
que la botella la he abierto en su honor; luego a Damián. Irene está al otro
lado de la barra, en la cocina: ha ido en cuanto la tetera ha empezado a pitar,
para preparar los tecitos. Yo no quiero. Prefiero paladear las hierbas
destiladas en un alambique a beberme sus esencias disueltas en el agua.
Mientras las infusiones reposan, ella, que no sabe estarse quieta, empieza a
preparar el pan que horneará antes de acostarse y dejará reposar toda la noche
bajo un paño de algodón. Mañana haremos deliciosas rebanadas y las untaremos
con mantequilla para mojarlas en el chocolate del desayuno, otra de las
deliciosas costumbres que nos trajimos de Francia.
Claudia
se sube al cuarto de Javi para acostarlo. Yo también lo haré enseguida. He
tratado de hablar con Damián sobre la novela que está escribiendo. Se supone
que para eso se ha venido a vivir a esta casa junto al mar. Se la ofreció Irene
y a mí me pareció una excelente idea, después de lo que pasó con el perro. Si
de verdad fueron ladrones quienes entraron en la casa, mejor que siempre haya
alguien aquí.
Tengo
la impresión de que mi hermana nos visita para verlo a él. Antes de que
viniera, no lo hacía tanto. Se lo comenté a Irene y me dijo que era una
barbaridad, que él casi podría ser su padre… pero a mí no me parece una razón
suficiente. No es que me guste la idea; pero, al fin y al cabo, ella ya es
mayor de edad y tiene derecho a decidir qué hacer con su vida. Y él es una
buena persona; no sé si podría hacer feliz a mi hermana, pero lo intentaría. Le
diré a Irene que se venga a la cama y dejaremos que puedan estar un rato a
solas, por si quieren hablar. Además, ya tengo sueño.
- Ojos
que no ven…
No
me gusta mucho el pie de limón; pero le pido a “pa” que me lo compre, porque es
blanco y el merengue sí me lo como. Las cosas blancas me están buenas: la
leche, la nata, la mantequilla, la clara de los huevos, el pan sin corteza, los
espaguetis y los macarrones, el azúcar, el merengue, los pescados sin piel…
incluso los porotos blancos; pero si son rojos o negros, ya no me gustan. Si
son rojos, un poco; si son negros, nada; aunque no hay muchas comidas negras,
solo las pimientas, algunos porotos, los choritos con concha y las cosas que se
queman; bueno, eso y un arroz asqueroso que vi una vez en España, cuando fuimos
a ver a los abuelos.
Cortázar
también es negro y por eso tampoco me gusta. Además, le tengo miedo. Yo quería
un perro blanco o, aunque no hubiera sido blanco, de otro color: marrón claro o
con manchas; pero no negro, tan negro y todo negro. En cuanto bajamos del carro,
él corre a esconderse cuando me ve. Se mete debajo de la casa, entre las
tablas. De todos modos, yo también me arrimo a “pa”. “Mira –me dice él,
señalando el auto de la Clau–. Ha venido la tía”.
Me
ha traído un libro de cuentos y dice que
por la noche, cuando me acueste, me leerá uno. A mí no me gusta leer, pero sí
ver los dibujos, y el libro que me ha traído tiene muchos y con muchos colores.
Mientras “pa” abre la botella de vino, Damián y la Clau ponen la mesa, “ma”
está todavía en la cocina y yo hago como que miro los dibujos del libro; pero
los miro a ellos. Él no me gusta. Mi tía sí me gusta. “Ma”… Bueno, “ma” también
me gusta; pero “pa” unas veces sí y otras no. Dindón no me gusta. Cortázar no
me gusta. Las gallinas no me gustan. La piscina sí me gusta. El mar no me
gusta. La cena no me gusta. Las empanadas son blancas y las jaibas, si me las
pela “ma”, también son blancas; pero no tengo hambre y solo quiero un sándwich
de queso. Me lo hace mi tía y, cuando me lo acabo, como ellos ya han cenado también,
ella me acompaña a la habitación y me lee un cuento del libro. Yo le miro la
cara sin que me vea, porque ella está leyendo las letras. Mi tía es muy guapa y
me gusta ver cómo mueve los labios al leer, como le baila el pelo cuando mueve
la cabeza, como lo hacen sus dedos para pasar las páginas del libro. Luego me
hago el dormido para que se vaya, porque cuando se creen que duerno y me dejan
solo, después de apagar la luz, a mí me gusta levantarme y verlos. Dejo pasar
un rato y salgo.
“Pa”
está durmiendo ya en su cama y ronca, pero “ma” aún anda trasteando por la
cocina. La puerta de la habitación de mi tía está abierta y ella no está
dentro. Tampoco está en el salón y no me atrevo a buscarla fuera, porque
Cortázar está suelto y me da miedo; pero, desde la venta del baño de arriba,
que solo usamos ella y yo, puedo verla en la piscina. Como hay luna llena se ve
bien: Primero nada de un lado para otro. Luego sale del agua y va a buscar su
celular, que lo ha dejado en una silla, debajo de la higuera. Está desnuda y a
mí me gusta verla así. Ya la he visto muchas veces, cuando nos bañamos solos en
la piscina y no está Dindón cerca… pero ahora podría venir Damián y eso me
asusta.
Y
viene. Me asusta, pero viene. Lo veo llegar despacio, cuando ella ya ha vuelto
al agua. Entonces me da miedo que él también se vaya a meter dentro; pero solo
se sienta en una orilla y pone los pies en el agua. Ella se acerca y hablan,
pero yo no puedo oírlos. Entonces vuelve a alejarse nadando. Pero, cuando
regresa, sale fuera, desnuda delante de él y empieza a secarse. Me entran ganas
de llorar. Luego se sienta a su lado, envuelta en la toalla y parece que siguen
hablando. Se levantan y se van cogidos de la mano hacia la puerta de la terraza
por la que se entra a la habitación de él.
Bajo
las escaleras despacio y me acerco hacia la puerta. Oigo ruido, pero no escucho
palabras. No puedo ver nada. Podría mirar desde la ventana que da a la terraza,
no tiene cortinas y Damián siempre la deja abierta; pero me da miedo salir por
si viene el perro. Entonces oigo pasos que se acercan y me escondo en el rincón
de la lavadora, junto a la puerta de detrás, por donde salí aquella otra noche,
cuando todos dormían. Es “ma” la que viene. Trae una botella en la mano y dos
copas. Parece que va a llamar a la puerta de Damián. Yo quiero que lo haga,
para que le abran y ver qué está pasando; pero se para de golpe. Da media
vuelta y se marcha.
Ahora
siento más rabia que antes. No sé por qué, pero tengo ganas de gritar, aunque
no me atrevo a hacerlo. Acurrucado en el rincón, me pongo a llorar en silencio,
sin berridos, como hacen las personas mayores, y muy bajito, para que nadie me
oiga, empiezo a decir “vete, vete, vete, vete…” Porque quiero que se vaya de
nuestra casa. No quiero que toque a mi tía. No quiero que “ma” venga a verlo.
No quiero que hable con “pa”… Cuando sea mayor, si vuelve, cuando esté dormido
lo ataré, le taparé la boca y le pegaré con el bate una vez y otra vez y otra
vez hasta que me canse; pero primero, antes de que se despierte, le sacaré los
ojos para que no me vea… porque como él no es un perro, si me viera, podría
contarlo luego.