martes, 31 de octubre de 2023

1º PREMIO: FAMILIA CON PERRO, DE RAMÓN DE AGUILAR

 

  1. Sonido desnudo.

 

Ramiro ha puesto el disco de Giuseppe Di Stefano que yo le regalé. Pero nadie parece escuchar la cálida voz con la que el tenor italiano canta las arias de Puccini. Todos hablan a la vez, aunque sin algarabía. El tono de las voces no es muy elevado; no es que susurremos, es que solo somos cinco y nos es suficiente poco más que un balbuceo para escucharnos en medio de este comedor espacioso y con los techos tan altos. Como las ventanas están abiertas, cuando callamos, por encima del tintineo de vasos y cubiertos, incluso por encima de la música, nos llega el rumor de las olas, el runrún de los barcos que faenan en la bahía cercana, el graznido de alguna gaviota y hasta, intermitentemente, el ladrido lastimero de Cortázar, el perro, que siempre está triste y parece asustado cuando ellos, que son los amos, están en casa.

Irene se levanta de la mesa y acude a la cocina, porque la tetera ha empezado a pitar. Solo la barra nos separa y ella sigue hablando con su cuñada desde el otro lado. “¿Entonces no te vas a bañar, con la noche tan buena que hace?”. Claudia le responde que no se ha traído el bañador, a la vez que su hermano Ramiro, levantándose de la silla, que cruje como si se quejara al liberarse de su peso, alza la voz para pedirle a su mujer que a él no le prepare tecito, que va a abrir una botella de champán. Dice “champán”, porque Irene y él nunca dejan de sentirse franceses, aunque lo que trae de la nevera es un delicioso espumoso chileno, cuyo pum nos sorprende al saltar su tapón por el aire. Claudia y yo, aún sin renunciar a la infusión, también le acercamos nuestras copas y Ramiro las llena desde lo alto, dejando que las burbujas del gas suban desde el fondo, explotando en un suave y fresco murmullo  que las convierte en espuma.

Javi dice que se va a la cama y Claudia, su tía, que poco antes le ha hecho un sándwich, porque no quería empanadas ni jaiba, lo acompaña para leerle el cuento que le ha prometido. Sus risas, frescas y cantarinas, nos llegan desde la habitación cercana, antes de que la cálida voz de la muchacha se convierta en una ininteligible salmodia. Irene trastea en la cocina, se escucha el potente chorro del agua de la llave, el repique con el que entrechocan platos y vasos… El disco ha llegado a su fin con la “¡Nessun dorma!” de Turandot. Di Stefano se queda callado. Ramiro me pregunta por cómo va la novela. Carraspeo inconscientemente antes de mentir y decirle que muy avanzada. Él no aprecia el titubeo de mi voz. La suya se hace más estridente por momentos: ha bebido mucho, como siempre, y pronto lo oiremos roncar. Me marcho a mi cuarto y, como cada noche, antes de acostarme, abro la ventana de par en par y me quedo escuchando los motores de los barcos pesqueros, que siguen llegando desde la cercana bahía, ahora mezclados con las voces lejanas de los pescadores que faenan, cuando el aire las arrastra hacia aquí. No se puede entender lo que dicen, pero se puede discernir que son humanas… Sin embargo no se oye el motor renqueante de la buseta, que pasa por el camino de tierra que bordea la playa; pero he viajado tantas veces en ella que me resulta fácil imaginar la cascada voz del “chofer”, el tintinear de las monedas de quinientos y cien pesos que caen en la caja metálica, las palabras de los viajeros que gritan desde el fondo para indicar al conductor que pare en el siguiente cruce de caminos, las alegres “tecnocumbias” que se escapan de la radio de la camioneta.

De pronto escucho chapotear en la piscina, tan próxima a mi ventana, y todo lo demás parece quedar en silencio. No alcanzo a ver quién se pueda estar bañando a estas horas de la noche; pero será Claudia y, no sé por qué, mi corazón se acelera al saberla tan cerca. Su presencia siempre me cohíbe. Me gusta escucharla. El timbre de su voz es tan acariciador como la mirada con la que me presta atención cuando yo le hablo; pero nunca hemos estado los dos a solas; siempre con su hermano, su cuñada o su sobrino delante.

No han pasado ni quince minutos cuando suena el móvil, que he dejado en la mesilla de noche. “Estoy en la piscina”, me dice con una voz que suena a invitación. “Ahora voy”, le respondo, con la mía más temblorosa de lo que quisiera. Y salgo por la puerta que da directamente de mi habitación a la terraza. Cortázar, al verme salir, viene corriendo a mi lado. Ya no ladra, pero continúa quejándose lastimeramente, aunque tan flojito que apenas se le oye. Sigo escuchando el chapoteo, cada vez más cercano. El suelo de madera cruje bajo mis pasos. Me siento al borde de la piscina y meto los pies en el agua. Ella viene nadando hasta mí. “¿No te bañas?”, me pregunta. Le digo que no y ella se aleja braceando hacia la otra punta. El viento mece las hojas de la higuera que, si fuera el medio día, nos estaría dado sombra; no es un silbido, no sopla tan fuerte, pero sí lo puedo escuchar; como escucho el romper de las olas en la playa que, al retirarse, arrastran los guijarros, haciéndolos sonar al entrechocar unos con otros. Claudia ha vuelto a mi lado y sale fuera de la piscina. Está completamente desnuda, hermosamente desnuda. Camina hasta la silla en la que ha dejado su ropa y una toalla enorme con la que se seca los cabellos mojados antes de envolverse en ella. Viene a mi lado y se sienta junto a mí, mete también sus pies en el agua y nos quedamos callados. Y de pronto, con la vista clavada en el oscilante rayo de luna que se refleja en la superficie del mar del fondo,  ya no escucho nada más que el acelerado latir de mi agitado corazón.

 

 

  1. El olor de las jaibas

 

El comedor huele a jaibas recién cocidas. Puede que haya gente a la que no le guste este olor a pescado, pese a lo tenue que es. A mí me encanta. El placer de comerlas empiezo a disfrutarlo tan pronto como su aroma me llega a la nariz. Incluso antes, porque esta tarde, mientras Damián me ayudaba a quitarles las pinzas, a medida que Dindón las sacaba de la olla, yo ya me sentía feliz imaginando que esta noche las serviría para cenar. Lo que no esperaba era la inoportuna llegada de Claudia. Hasta que la he visto aparecer, seguida de Cortázar, que daba saltos de contento a su alrededor, todo era perfecto: el fresco olor a sal que todo lo impregna desde la bahía cercana, el de la leña que se iba convirtiendo en carbón en la hoguera, la fragancia a serrín y madera que, cuando estoy en la barbacoa, me llega desde la leñera cercana; como cuando estoy junto a la piscina, que siempre parece oler a limpio, que es lo que me sugieren el cloro y la lejía que se evaporan con los rayos de sol y que se mezcla con el aroma acre y dulzón de la higuera que hace sombra sobre el agua.

No he tenido más remedio que levantarme a darle un beso a mi cuñada y decirle que me alegraba de verla por aquí; pero todo en ella me resulta molesto, hasta esa colonia que se pone, que quiere parecer fresca, con fragancias de pomelo y pera; pero que acaba resultando antigua, porque lleva almizcle, como los perfumes de antes. Me dice que tenía ganas de ver a Javi, que le trae un libro. Le doy las gracias y le sonrío, pensando que me está mintiendo: antes no venía nunca; pero, desde que está viviendo aquí Damián, aparece cada dos por tres, siempre con alguna excusa. Menos mal que yo ya le he advertido a él para que tenga cuidado. Casi ni hablan; aún así, como es natural, Damián también se ha levantado de la mesa para darle la bienvenida. “No te doy dos besos” Le ha dicho (sigue con la costumbre de dar dos, como en España),  “porque apesto a pescado”… Ha hablado de hedor cuando a lo que realmente emanaba de él era una tenue fragancia marina con toques de laurel, cilantro y aceite de oliva crudo, que es lo que le hemos echado al caldero donde se cocían las jaibas vivas. ¡Qué simples son los hombres para los olores y los colores!

Ya en la mesa, le pido a Ramiro que nos ponga música y él, obediente como siempre (porque mi marido no es servicial pero sí se deja manejar), se levanta de su silla (que suspira estremecida al liberarse de su peso), y se va a buscar un cedé junto al equipo. Elige uno italiano que nos regaló Damián cuando vino. Nos contó una historia, algo así como que el cantante era el amante de una amiga suya… no, de la madre de una amiga suya; pero que de quién estaba realmente enamorado era de la niña. No me lo creo. Eso es de una película que yo he visto. Ramiro pone el disco y la cursi de mi cuñada cierra los ojos y casi suspira al escuchar cantar en italiano… Claro que también yo los cierro cuando me llevo la copa del vino a la boca; pero es que a mí me gusta más olerlo que beberlo. El de esta noche es un ribeiro que Damián se trajo de España.

Me levanto de la mesa para apagar el fuego de la tetera, que ya ha empezado a pitar. El vapor del agua que sale por boquilla me huele a plancha. Ramiro siempre se reía de mí cuando, viviendo en Toulouse, al principio de conocernos, yo le decía estas cosas; pero, tal vez porque aún tenía muy recientes los recuerdos de mi casa, no podía dejar relacionar ese olor del vapor con la imagen de mi madre planchando, de la ropa húmeda, del almidón que, dentro de un saquito, pasaba por las camisas de mi padre; incluso el del picón que lentamente se quemaba en el brasero que había debajo de la mesa camilla, sobre la que ella planchaba y yo hacía mis deberes para el colegio. Ramiro me dice que no quiere tecito, que va a abrir una botella de champán. Los embriagadores efluvios del vino dejan paso ahora a otros más frescos, de  canela y moras, en el espumoso; junto los de la menta, la hierbaluisa y el jengibre que he puesto en la infusión.

Claudia se sube al cuarto de Javi, para acostarlo y leerle un cuento. El niño adora a su tía, por eso no tengo más remedio que aguantarla. Ramiro le pregunta a Damián por la novela que está escribiendo y él le dice que va bien. No sé si él se lo cree, pero a mí no me engaña. No sé qué hace todo el día en la casa, pero la novela no avanza. Prefiero no entrar en la conversación. Voy a preparar la masa y pondré la panificadora para que nos haga el pan de mañana; así, cuando nos levantemos, toda la casa olerá a pan recién horneado. Damián se ha pasado a su habitación y a Roberto lo escucho subir las escaleras hacia la nuestra. Ha bebido mucho y enseguida estará roncando. He dejado de escuchar a Claudia, Javi también se tiene que haber dormido.

 

Es ya la una de la mañana y no consigo conciliar el sueño. Los ronquidos de Ramiro no me dejan dormir y el hedor que desprende, cuando ha bebido tanto, es acre y avinagrado, como si los efluvios del vino, corrompido en su interior, se volatilizaran por los poros de la piel. Veo salir luz por debajo de la puerta de la habitación de Damián. Si no está dormido, podríamos acabarnos el champán que ha sobrado y hablar un rato. Me acerco a la puerta con dos copas limpias en una mano y la botella medio llena en la otra; pero, antes de llamar, me doy cuenta de que, por encima del olor de las jaibas que hemos cenado, de las especias que tengo en la estantería de la cocina cercana, la masa del pan que reposa recién cocida y tantos otros aromas, me llega la empalagosa fragancia del almizcle que ahoga las ligeras notas de pomelo y de pera… Aunque me cuesta creerlo, enseguida distingo un levísimo murmullo de voces al otro lado de la puerta. Siento que la sangre se me sube a la cabeza y la escucho latir en mis sienes.

 

 

  1. Piel de gallina

 

El portón de la entrada está abierto, como siempre. No tengo que bajarme del carro hasta que estoy dentro y ya he apagado el motor. Cortázar viene corriendo a saludarme. Me pasa la lengua húmeda por la cara y las duras uñas de su patas me arañan la piel en su afán por abrazarme. No es un perro muy listo, pero tiene buena memoria y, así como corre a esconderse cuando por el camino pasan niños o alguno de los canes que lo atacaron y dejaron moribundo aquella noche en la que estaba atado, corre también a recibir las caricias de quienes lo tratamos con cariño. Paso mi mano por su lomo y compruebo que su piel es áspera  y rasposa… Aquel fin de semana que Damián trajo a su amiga Paulina, la veterinaria, y entre los dos lo bañaron, descubrimos que su pelaje natural es suave y delicado, casi sedoso, por imposible que pueda parecer al vérsele tan negro. Pero Cortázar siempre está sucio: mi hermano y mi cuñada nunca se han ocupado de él; para ellos solo es el perro y no merece mayor atención. Se piensan que es suficiente con que no le falte el pienso que Dindón le pone cada mañana y algunas sobras de carne que le traen de la ciudad, pegajosas al tacto, porque ya se están descomponiendo.

Mi cuñada y Damián están en el porche de la terraza que hay junto a la piscina. Están arreglando las jaibas que, por lo que veo, Dindón ha hervido en una olla grande de peltre, que todavía reposa sobre unas trébedes, casi al rojo vivo de tanto tiempo como llevan entre llamas. Mi cuñada se levanta presurosa a saludarme con un beso seco y una sonrisa que no consigue enmascarar la poca gracia que le hace mi llegada. Pero yo no vengo a verla a ella. Yo vengo a ver a Javi y a Damián, que me da dos besos, como dice que tienen por costumbre en España, uno en cada mejilla. Estos no son secos, como los de Irene; pero tampoco tan húmedos que resulten desagradables; son poco más que una tenue caricia hecha con los labios.

Me gusta Damián. Es un hombre mayor, puede que demasiado viejo para mí; pero emana sabiduría y me gusta escucharlo cuando habla; me inspira seguridad y el timbre de su voz me llena de paz. Solo he sentido el roce de su piel en una ocasión que me tomó la mano. Una sola vez y no he podido olvidarla, porque todo mi cuerpo se estremeció. Un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal y me puso piel de gallina; el vello se me erizó en los brazos y las piernas. Espero que él no se diera cuenta.

Pregunto por mi hermano y por mi sobrino. Parece que han ido al pueblo a comprar unas empanadas de camarón y queso, con las que acompañar a las jaibas en la cena de esta noche. Irene me ofrece una copa de vino, pero prefiero un bote cerveza que yo misma saco del frigorífico. El aluminio de la lata está completamente helado, tan helado que se pega a las yemas de mis dedos. Mientras ellos acaban o regresan los muchachos, me siento a la sombra de la higuera. Me seco la humedad de los dedos en la corteza áspera y rugosa del árbol.

Damián me mira a hurtadillas, pero yo trato de sonreírle francamente. Y lo hago también durante la cena; aunque él permanece todo el tiempo callado o, si acaso, intercambia con mi hermano alguna frase hecha. Me levanto a hacerle un Sándwich a Javi, que no quiere cenar otra cosa. Irene me pregunta si no me voy a bañar. Sabe que me gusta hacerlo de noche. Le digo que no y alego que no me he traído traje de baño; pero sí quiero hacerlo, solo que sola y no en familia. Así es que le propongo a mi sobrino llevarlo a la cama y leerle algún cuento del libro que le he traído. Hasta el dormitorio nos llegan voz de Giuseppe Di Stefano : “…ma un giorno, v'ho incontrata... ho sognato d'andarmene con voi tanto lontano…”, mientras yo leo sin alzar mucho la voz y el niño se va dejando vencer por el sueño entre las frescas sábanas de raso que mi cuñada utiliza en verano.

Para no ser vista, salgo a la piscina por la puerta de atrás, junto a la lavadora, pasando por delante de la puerta del dormitorio de Damián, para salir por la leñera. He cogido una toalla grande, que dejo junto a mi ropa en una de las sillas que hay bajo la higuera. No hace frío y entro despacio en el agua, notando como me va cubriendo poco a poco, primero a medida que voy bajando los escalones y después conforme me voy alejando de la orilla: los tobillos, la rodillas, los muslos, las ingles, el ombligo, las costillas y, cuando se me van a mojar los erguidos pezones, me sumerjo de golpe hasta la cabeza y me pongo a nadar. Procuro hacerlo lentamente, con suaves brazadas, para no chapotear y, cuando me canso, trato de flotar boca arriba, contemplando la luna y las estrellas.

Todas las luces de la casa se han apagado, menos la de la habitación de Damián, al que imagino escribiendo ante el ordenador. Me excita imaginarlo en su cuarto. No es la primera vez que me ocurre; aunque ahora, dentro del agua, no pueda notar tan claramente la humedad de mi sexo. Decido salir a buscar el celular e invitarlo a venir. Acude enseguida.

Yo nado de nuevo, pero él se queda sentado al borde de la piscina, con los pies desnudos dentro del agua. “¿No te bañas?”, le pregunto. Me dice que no y yo me alejo braceando hacia la otra punta. El viento mece las hojas de la higuera que, si fuera el medio día, le estaría dando sombra. Vuelvo a su lado y salgo del agua. Me acerco a buscar la toalla y me seco un poco antes de envolverme en ella. Pese a que solo nos ilumina la luz de la luna, percibo su turbación y el nerviosismo con que sus ojos apartan la vista de mis pechos, que oscilan cuando, doblada hacia adelante, trato de secarme los cabellos mojados. Me siento a su lado y también meto los pies en el agua. Estamos callados y casi puedo oír los latidos de su corazón, mientras un rayo de luna titila en la superficie del mar al que se asoma la casa.

Me levanto y, mientras con una mano me sujeto la toalla, le tiendo la otra para que me la tome y hacerlo seguirme hasta su cuarto. Una vez dentro, desnuda, lo despojo de sus ropas, sin permitirle a él quitarse ninguna prenda ni ceder a la prisa de sus nervios. Encuerados los dos, acaricio con mi mano izquierda el bello de su pecho y con la derecha agarro su pene inhiesto, que empieza a palpitar entre mis dedos del mismo modo que palpitan los labios de mi vagina, mientras los de mi boca buscan la caricia de los suyos y un dulce escalofrío me recorre toda la espalda, poniéndome la piel de gallina.

 

 

  1. El quinto sabor

 

Esta empanada de pino, recién sacada del horno, está deliciosa; tal vez un poco caliente, casi quema; pero tan tierna que la masa se deshace en la boca y uno puede apreciar con placer los pedacitos de ternera, con el ahumado sabor de la paprika, ligeramente picante y el leve amargor de los cominos; además de la sabrosa mezcla de las olivas negras y huevo duro. Me relamo con deleite y no me explico cómo a Irene puede no gustarle la carne; ella solo come verduras y algo de pescado… bueno, eso de “algo” lo dice ella, porque come bastante y si son jaibas no tiene medida. Claro que a mí también me gustan y ya se me hace la boca agua pensando en que esta noche las vamos a cenar. Ya he puesto a enfriar una botella de ribeiro, que nos trajo Damián cuando vino; me encantan los vinos gallegos, tan parecidos a algunos de los del sur de Chile: su sabor me recuerda a las rosas y a frutas tan suaves como el lichi… Pero para después he sacado una botella de estelado rosé, porque sé que a mi hermana le encanta y esta noche va a venir, aunque no se lo he dicho a Irene, porque sé que no le gusta y prefiero que no la esté esperando de uñas.

Javi, que no ha querido una empanda, no ha sido capaz de terminarse el pie de limón del que se ha encaprichado. Solo se ha comido el merengue. Ya sabía yo que no podría con todo. Le ayudo a terminarlo y me como la base: siempre apetece un poco de dulce después de lo salado, aunque este resulta un tanto empalagoso. Subimos al coche y volvemos a casa con la compra.

Al llegar veo el carro de Claudia dentro del patio. Me hubiera gustado llegar antes que ella. Cortázar corre a esconderse debajo de las tablas de la escalera. Desde que lo atacaron, no solo le teme a los canes, sino también a los niños. Siempre huye de Javi y yo me siento culpable. Es posible que viniera algún niño con los ladrones. No quiero que en la casa lo sepan, por la tranquilidad de todos; pero lo que me contó Dindón, cuando encontró al perro moribundo, es que lo habían apaleado con un bate o una barra de hierro. No tenía dentelladas, sino golpes. Si ellos lo supieran, si Irene y Javi lo supieran, tendrían miedo de que pudiera volver a ocurrir y ella, además, se sentiría culpable (porque fue Irene quien me pidió que lo atara y le pusiera el bozal, para que no nos molestara con sus carreras y sus ladridos). Es posible que no fueran ladrones, que fuera indigentes que quisieran meterse en algunas de estas casas que suelen estar vacías casi todo el año; se darían cuenta de que había gente y por eso se fueron; pero no entiendo por qué tuvieron que apalear a un perro que estaba indefenso y que ni siquiera pudo ladrar para quejarse o pedir ayuda… si es que los perros piden ayuda. Mejor no pensar. Ya pasó.

Pongo el disco de Giuseppe Di Stefano que Damián nos trajo. No sé a cuento de qué… bueno sí, nos contó que el cantante estaba enamorado de una amiga suya. Hubiera sido más lógico que, viniendo de España, nos trajera uno de Tete Montoliu o Ximo Tebar; él sabe que a mí me va el jazz y no la ópera. De Italia solo me gusta la comida: nadie hace la pasta como ellos. Ni los helados. La primera vez que fui a Roma, siendo estudiante todavía, sin dinero, me compraba un trozo de pizza al “taglio” y me la comía por la calle; me encantaban con la base bien crujiente y el toque de sabor que da la leña, si de verdad las habían hecho en un horno tradicional. Luego me compraba un helado y buscaba un banquito en la plaza o el parque más cercano, para degustarlo con los ojos cerrados y no dejar escapar ninguno de los matices de sus sabores dulces o ácidos, según cuál hubiera escogido.

Me está contando Damián que existe un quinto sabor, el umami; que se lo han explicado en un curso de catas de vino que hizo poco antes de venir. ¿El umami? Me explica que es el sabor de las pastillas de caldo concentrado. A mí esas me saben a salado y tirando a amargo. Él me dice que se trata de un sabor que se encuentra de forma natural en los champiñones y otras setas, los espárragos, el jamón ibérico, algunos quesos… Me cuesta hacerme una idea; pero todo lo que va nombrando me resulta apetitoso. Creo que me gusta este quinto sabor.

Abro el champán. No es francés, pero está delicioso. Les sirvo primero a mi hermana, que la botella la he abierto en su honor; luego a Damián. Irene está al otro lado de la barra, en la cocina: ha ido en cuanto la tetera ha empezado a pitar, para preparar los tecitos. Yo no quiero. Prefiero paladear las hierbas destiladas en un alambique a beberme sus esencias disueltas en el agua. Mientras las infusiones reposan, ella, que no sabe estarse quieta, empieza a preparar el pan que horneará antes de acostarse y dejará reposar toda la noche bajo un paño de algodón. Mañana haremos deliciosas rebanadas y las untaremos con mantequilla para mojarlas en el chocolate del desayuno, otra de las deliciosas costumbres que nos trajimos de Francia.

Claudia se sube al cuarto de Javi para acostarlo. Yo también lo haré enseguida. He tratado de hablar con Damián sobre la novela que está escribiendo. Se supone que para eso se ha venido a vivir a esta casa junto al mar. Se la ofreció Irene y a mí me pareció una excelente idea, después de lo que pasó con el perro. Si de verdad fueron ladrones quienes entraron en la casa, mejor que siempre haya alguien aquí.

Tengo la impresión de que mi hermana nos visita para verlo a él. Antes de que viniera, no lo hacía tanto. Se lo comenté a Irene y me dijo que era una barbaridad, que él casi podría ser su padre… pero a mí no me parece una razón suficiente. No es que me guste la idea; pero, al fin y al cabo, ella ya es mayor de edad y tiene derecho a decidir qué hacer con su vida. Y él es una buena persona; no sé si podría hacer feliz a mi hermana, pero lo intentaría. Le diré a Irene que se venga a la cama y dejaremos que puedan estar un rato a solas, por si quieren hablar. Además, ya tengo sueño.

 

 

  1. Ojos que no ven…

 

No me gusta mucho el pie de limón; pero le pido a “pa” que me lo compre, porque es blanco y el merengue sí me lo como. Las cosas blancas me están buenas: la leche, la nata, la mantequilla, la clara de los huevos, el pan sin corteza, los espaguetis y los macarrones, el azúcar, el merengue, los pescados sin piel… incluso los porotos blancos; pero si son rojos o negros, ya no me gustan. Si son rojos, un poco; si son negros, nada; aunque no hay muchas comidas negras, solo las pimientas, algunos porotos, los choritos con concha y las cosas que se queman; bueno, eso y un arroz asqueroso que vi una vez en España, cuando fuimos a ver a los abuelos.

Cortázar también es negro y por eso tampoco me gusta. Además, le tengo miedo. Yo quería un perro blanco o, aunque no hubiera sido blanco, de otro color: marrón claro o con manchas; pero no negro, tan negro y todo negro. En cuanto bajamos del carro, él corre a esconderse cuando me ve. Se mete debajo de la casa, entre las tablas. De todos modos, yo también me arrimo a “pa”. “Mira –me dice él, señalando el auto de la Clau–. Ha venido la tía”.

Me ha traído un  libro de cuentos y dice que por la noche, cuando me acueste, me leerá uno. A mí no me gusta leer, pero sí ver los dibujos, y el libro que me ha traído tiene muchos y con muchos colores. Mientras “pa” abre la botella de vino, Damián y la Clau ponen la mesa, “ma” está todavía en la cocina y yo hago como que miro los dibujos del libro; pero los miro a ellos. Él no me gusta. Mi tía sí me gusta. “Ma”… Bueno, “ma” también me gusta; pero “pa” unas veces sí y otras no. Dindón no me gusta. Cortázar no me gusta. Las gallinas no me gustan. La piscina sí me gusta. El mar no me gusta. La cena no me gusta. Las empanadas son blancas y las jaibas, si me las pela “ma”, también son blancas; pero no tengo hambre y solo quiero un sándwich de queso. Me lo hace mi tía y, cuando me lo acabo, como ellos ya han cenado también, ella me acompaña a la habitación y me lee un cuento del libro. Yo le miro la cara sin que me vea, porque ella está leyendo las letras. Mi tía es muy guapa y me gusta ver cómo mueve los labios al leer, como le baila el pelo cuando mueve la cabeza, como lo hacen sus dedos para pasar las páginas del libro. Luego me hago el dormido para que se vaya, porque cuando se creen que duerno y me dejan solo, después de apagar la luz, a mí me gusta levantarme y verlos. Dejo pasar un rato y salgo.

“Pa” está durmiendo ya en su cama y ronca, pero “ma” aún anda trasteando por la cocina. La puerta de la habitación de mi tía está abierta y ella no está dentro. Tampoco está en el salón y no me atrevo a buscarla fuera, porque Cortázar está suelto y me da miedo; pero, desde la venta del baño de arriba, que solo usamos ella y yo, puedo verla en la piscina. Como hay luna llena se ve bien: Primero nada de un lado para otro. Luego sale del agua y va a buscar su celular, que lo ha dejado en una silla, debajo de la higuera. Está desnuda y a mí me gusta verla así. Ya la he visto muchas veces, cuando nos bañamos solos en la piscina y no está Dindón cerca… pero ahora podría venir Damián y eso me asusta.

Y viene. Me asusta, pero viene. Lo veo llegar despacio, cuando ella ya ha vuelto al agua. Entonces me da miedo que él también se vaya a meter dentro; pero solo se sienta en una orilla y pone los pies en el agua. Ella se acerca y hablan, pero yo no puedo oírlos. Entonces vuelve a alejarse nadando. Pero, cuando regresa, sale fuera, desnuda delante de él y empieza a secarse. Me entran ganas de llorar. Luego se sienta a su lado, envuelta en la toalla y parece que siguen hablando. Se levantan y se van cogidos de la mano hacia la puerta de la terraza por la que se entra a la habitación de él.

Bajo las escaleras despacio y me acerco hacia la puerta. Oigo ruido, pero no escucho palabras. No puedo ver nada. Podría mirar desde la ventana que da a la terraza, no tiene cortinas y Damián siempre la deja abierta; pero me da miedo salir por si viene el perro. Entonces oigo pasos que se acercan y me escondo en el rincón de la lavadora, junto a la puerta de detrás, por donde salí aquella otra noche, cuando todos dormían. Es “ma” la que viene. Trae una botella en la mano y dos copas. Parece que va a llamar a la puerta de Damián. Yo quiero que lo haga, para que le abran y ver qué está pasando; pero se para de golpe. Da media vuelta y se marcha.

Ahora siento más rabia que antes. No sé por qué, pero tengo ganas de gritar, aunque no me atrevo a hacerlo. Acurrucado en el rincón, me pongo a llorar en silencio, sin berridos, como hacen las personas mayores, y muy bajito, para que nadie me oiga, empiezo a decir “vete, vete, vete, vete…” Porque quiero que se vaya de nuestra casa. No quiero que toque a mi tía. No quiero que “ma” venga a verlo. No quiero que hable con “pa”… Cuando sea mayor, si vuelve, cuando esté dormido lo ataré, le taparé la boca y le pegaré con el bate una vez y otra vez y otra vez hasta que me canse; pero primero, antes de que se despierte, le sacaré los ojos para que no me vea… porque como él no es un perro, si me viera, podría contarlo luego.

2º PREMIO: JAZZ PARA PROSCRITOS, DE ERNESTO TUBÍA

 

      Abrir mi propio local de jazz era mi sueño desde que comencé a acudir al «Balas negras», uno de esos bares del centro en los que, a las peores horas de los peores barrios, se daba cita la mejor gente. Solo que yo, por aquel entonces, no era la «mejor gente». En realidad, he de admitirlo, era un jodido hijo de puta capaz de apagarle el aliento a cualquier incauto, siempre y cuando eso me granjeara unos cuantos billetes más en el bolsillo. En el negocio de la calle y sus miserias, la escala jerárquica es tan cruel como la trófica, y más te vale ser el depredador que el depredado.

 

      Mis inicios en las calles de Ciudad Gris no fueron amables, pero para quién pueden serlo en una ciudad como la mía. El desempleo, la corrupción, la miseria, la violencia… cuando una ciudad emerge sobre semejante lodazal pocas opciones quedan para crecer que abandonarte al lado oscuro de la sociedad, el único en el que puedes prosperar y no convertirte en un paria más, en un engranaje prescindible de una maquinaria que chirria por todas partes. Yo lo logré gracias a Carusso cuando, navaja en mano, traté de ganarme una comida caliente, una cajetilla de cigarros y un par de cervezas a costa de su cartera. Tenía quince años y él sobrepasaba con creces la cuarta década.

 

      La luz tartamuda de la farola refulgía en el filo argénteo de la navaja que temblaba en mi mano, mientras le pedía que me diera la cartera y el reloj. Él paseaba por una de las callejas más desérticas de la ciudad a deshoras, por lo que aquel hecho y el conocerme esas calles como la palma de mi mano jugaban a mi favor. ¿Qué demonios pretendía alguien paseando a esas horas de la noche por el barrio si no era llamar la atención de cualquier delincuente? Y ahí estaba yo, para demostrar que el más mínimo descuido en una urbe como Ciudad Gris se paga caro. Pasear por allí a las dos de la mañana, con las manos enfundadas en un abrigo que costaba dos salarios de cualquier obrero era un jodido descuido, uno gordo, uno que le iba a costar la cartera, el reloj y si hubiera sido de mi talla, incluso el puñetero abrigo de marras.

      —¿Cómo te llamas, chaval? —me preguntó con un tono de voz sobrio, cuando yo, colocando el filo de la navaja sobre su gabán a la altura del pecho, le pedí que me diera la cartera y el reloj.

       —¡¿Y a ti qué coño te importa, cabrón?! ¡Suelta lo que te he dicho, hijo de puta, o te rajo!

Carusso afinó una sonrisa que restalló en la noche más acerada aún que el filo de mi navaja. Una sonrisa que, dadas las circunstancias, solo podía lucir alguien que no temiera a la muerte, un loco o quien que se creyera con el control de la situación. ¡Joder! He de admitirlo, la navaja comenzó a temblar levemente en la sudorosa palma de mi mano. Sudaba. Y estábamos a bajo cero.

      —¿Eres del barrio? Estoy buscando a alguien —continuó con la misma tranquilidad.

      —Estás buscando que te abra el pecho, tarado —repliqué.

Carusso abrió la boca levemente, lo justo para dejar escapar un suspiro condescendiente, quizá una breve frase con la que volver a rebatirme, pero antes de que dijera nada una voz abrió la noche como en una cuchillada.

       —Si no le das al chaval lo que te ha pedido, a lo mejor a mí sí que me lo das. ¡Eh, payaso!

Todos en el barrio y más allá de él conocíamos a Pierre, un descendiente de inmigrantes gabachos que trapicheaba con farlopa, controlaba a varias meretrices y era habitual de los casinos del norte. Una leyenda de cuarenta y tantos, muchos más que los que se solían cumplir entre los que vivían en la calle, y que seguramente había estado esperando en las sombras a que desvalijase a aquel tipo, para después hacerme lo propio a mí.

Era lógico pensar que ante la pasividad de Carusso y mi reticencia a convencerle con un golpe de muñeca que abriera la tela de su abrigo y la piel que cobijaba, decidió salir de su escondite para asegurarse el botín. Y, además, a él sí que le venía bien la talla del gabán de Carusso.

      —Venga, señorito, ¿me va a dar a mí lo que no le quiere dar al muchacho? No pienso pedirlo una vez más —le pidió una vez más, palpando con la mano derecha la cadera de su chaqueta a la altura del cinturón, donde un característico relieve tomo presencia en forma de culata cuando Pierre presionó la tela de la chaqueta.

El rictus de Carusso no varió. Y de hacerlo, no fue sino para ampliar levemente el contorno de aquella sonrisa de lobo; de lobo complacido, de lobo satisfecho, de lobo que saborea la sangre antes incluso de haber dado el primer bocado.

      —Sí, a ti sí que te lo voy a dar.

Carusso extrajo la mano del bolsillo empuñando un revólver de cañón largo, que resultaba imposible que cupiera del lugar del que lo sacaba. Resultaba evidente que el fondo del bolsillo lo llevaba abierto para, veladamente, fingiendo tener la mano metida por el frío, aferrar la culata del revolver que llevaría prendido del cinturón.

Pierre ni siquiera obtuvo el tiempo necesario para reaccionar. Sus sesos se desparramaron a lo largo de la calle, dejando tras de sí un cuerpo laxo y ese gesto de sorpresa de quien descubre que la vida es un chiste y muere sin encontrarle la gracia.

 

      El estruendo de la detonación fue engullido en un eco sordo, que reverberó por las paredes del callejón sin lograr que, en ni una sola de las ventanas se asomara un curioso; así era Ciudad Gris.

Yo, aterido y sorprendido, aún con la navaja en la mano, había reculado hasta dar con mis posaderas en un cubo de basura que rodó por el suelo, esparciendo bolsas de pescado podrido, que extendieron un aroma mefítico que aliñaba con aún más desagrado una secuencia que no precisaba de tal aderezo para resultar desconcertante.

Con calma, observando el cuerpo exánime del gabacho como quien contempla un cuadro abstracto, tratando de encontrarle el más mínimo significado, Carusso volvió a enfundar su revólver en el interior del bolsillo. Tras hacerlo, con la misma calma con la que realizaba todos sus movimientos me miró. Aún sonreía. Yo, al igual que el pobre Pierre, no le encontraba la gracia al chiste.

En mi mano, el filo de la navaja reblaba como un adolescente en un lupanar.

Si aquel hombre, flaco como un arañazo y de sonrisa de lobo, había sido capaz de liquidar con tal sencillez al tipo más peligroso del barrio, qué sería capaz de hacerme a mí, un gusarapo insolente e inexperimentado, que trataba de sobrevivir en las calles en las que, en aquel preciso instante, a escasos metros de mí, perdía temperatura el cuerpo de alguien que me aventajaba sobremanera en rutina, valor y petulancia.

Carusso miró en derredor con aire de extrañeza, como si no fuera capaz de recordar qué coño hacía allí en aquel momento. Me miró y volvió a regalarme esa sonrisa lobuna en la que resplandecía el brillo de la medianoche.

       —¿Cómo te llamas, muchacho?

La navaja casi brincaba en mi mano.

       ­—Samuel —respondí con un hilo de voz, cerrando con mayor fuerza los dedos alrededor de la cacha de la navaja, que parecía tener vida propia.

       —Guarda eso, anda. No vayas a cortar esas manos tan delicadas. ¿Te han dicho alguna vez que tienes manos de pianista? —continuó con una serenidad pasmosa.

Negué con la cabeza mientras recogía el brazo, cerraba la navaja con las dos manos y me la guardaba en el bolsillo.

       —¿Te gusta el jazz?

No respondí. Era una pregunta sencilla, estúpidamente sencilla, pero no entendía por qué me la hacía en aquel momento. Aquello exasperó a Carusso, y por primera vez descubrí cierto deje de incomodidad en sus facciones, aún serenas.

       —La pregunta es sencilla, ¿te gusta el jazz?

Me encogí de hombros. Del jazz solo conocía las notas que escapaban de algunos bares en los que no se me permitía la entrada por edad, y del que solían salir desharrapados y borrachos, además de mujeres con el rímel corrido y el pintalabios deslavado, a los que no merecía la pena seguir por la calle.

      —Vente conmigo, te voy a llevar a un lugar que seguro que te gusta —me ordenó, girando sobre sus pies para descaminar los pasos que le habían llevado hasta el lugar donde me había encontrado a mí, y más tarde a Pierre.

Dudé.

       —Solo te lo voy a decir una vez. Te estoy dando la oportunidad de no ser ni acabar como el idiota de Pierre. Un memo con las gónadas enormes, pero imbécil, al fin al cabo. Más al fin que al cabo, como puedes observar. Se metió con quien no debía. Sin más. Y ahora, vámonos de aquí. La policía es lo suficientemente lista como para saber cuándo tiene que tardar en aparecer, pero al final lo hacen, y no quiero estar por aquí cuando dos gordos uniformados lleguen y empiecen a rascarse la coronilla mirando a un lado y a otro, como si les interesara realmente qué le ha sucedido a este estúpido —razonó.

      —No me gusta jugar con fuego —me atreví a decir, cuando comprendí que yo no era una víctima potencial para aquel tipo.

      —En esta ciudad, si no juegas con fuego te mueres de frío.

Continuó caminando y yo lo hice por detrás, a un par de prudentes metros, persiguiendo su sombra, que se extendía alargada y tenuemente corva, como la de un águila que otea desde el arrecife una potencial presa. Incluso dándome la espalda y sabiendo que yo llevaba una navaja en el bolsillo, caminaba tranquilo, sin prisas, como si paseara por un boulevard del centro mirando escaparates. Aunque no podía verle el rostro, estaba convencido de que seguía sonriendo.

 

      Caminamos hasta que cruzó un taxi frente a nosotros y él lo detuvo con la mano. Nos introdujimos en el asiento trasero y Carusso pidió al taxista que nos llevara hasta el centro, concretamente hasta el local de jazz “Balas negras”; recuerdo que pensé que casi sonaba poético que, después de lo sucedido, me llevara a un lugar así.

Veinte minutos más tarde el taxi se detenía frente a un edificio austero, de fachada de ladrillo y ventanas pequeñas. En la parte inferior, varias bombillas amarillas serpenteaban alrededor de una puerta con un cristal hialino que dejaba entrever la luz azulada que alumbraba con tibieza el interior.

      —Aún no me has dicho si te gusta el jazz, Samuel. Por cierto, todos me llaman Carusso —dijo con cierto orgullo, mientras caminábamos hacia la puerta del local.

      —Me gusta la música —me limité a contestar, sin saber muy bien si se acercaba a la respuesta que él quería escuchar; si algo me había quedado meridianamente claro desde que le había conocido, no llegaba a una hora atrás, es que no era un hombre que aceptara cualquier cosa de buen grado. Sabía lo que quería y podía tener, y todo aquello que escapaba de su control, como el infeliz de Pierre, acababa como el aspirante a hampón que seguramente ya estaría enfundado en una bolsa de cadáveres.

       —Es suficiente —concluyó, para después empujar la puerta del local dejar que la luz azulada del interior se proyectara hacia la calle, acompañada de las notas de una canción que desconocía, entonadas por una voz rugosa, alquitranada, viciada por cientos de noches de bourbon y humo, y que hablaba de una mujer que le había dejado atrás, para huir con su mejor amiga a Nueva Orleans.

 

      Nos sentamos en una mesa libre, cerca de la barra y el camarero, avezado por las costumbres de los habituales, nos acercó un vaso ancho esmerilado con tres dedos de whiskey sobre el que flotaban dos desiguales icebergs de hielo albo.

      —¿Qué le pongo a él? —preguntó el camarero a Carusso, en lugar de preguntármelo directamente a mí.

      —¿Qué quieres tomar, muchacho? —me preguntó.

      —Un refresco, quizá —dejé en el aire.

Otra vez aquella sonrisa de lobo.

      —No soy tu puto padre, pues pedir lo que quieras.

      —Una cerveza.

El camarero sonrió, Carusso sonrió, yo sentía la amenaza de que mis calzoncillos cambiaran de color.

 

      La noche transcurrió con Carusso inoculándome doctos conocimientos sobre las canciones y los instrumentos que se iban alternando sobre el escenario de un local que, como había sospechado a los pocos minutos de estar ahí, le pertenecía igual que le pertenecían las almas de muchos de los parroquianos habituales del «Balas negras».

Carusso era un enamorado del jazz. Escucharlo en vivo y, cuando el local se vaciaba, subir al escenario con una de las trompetas de su ingente colección, era lo único que realmente le motivaba. El hecho de haberse convertido en el mejor y más experimentado de los sicarios de Ciudad Gris era, como él bien decía, una forma como otra cualquiera de ganarse la vida. Carusso, con la misma tranquilidad con la que apretaba el gatillo, comparaba el nutrir las calles de fiambres o el fondo de la bahía con tipos calzando hormigón, con los remiendos del sastre, el loncheado del charcutero o la profesionalidad y discreción de la doctora de las Urgencias del hospital, donde más de una vez le habían dado puntos a sus cortes o extraído alguna bala.

Defendía su profesión, más allá de la regencia del «Balas negras», como un mero modo de ganarse la vida y poder dedicar su tiempo libre a escuchar jazz y tocar solos de trompeta con el local vacío.

Cuando, al final de la noche, tan solo permanecíamos él y yo en el local, y ascendió al escenario con una de sus trompetas y estuvo tocando, ante mi atenta mirada, durante más de una hora, me parecía imposible que aquel trompetista fuera la misma persona que había descerrajado un disparo en la cabeza de un inmigrante francés en un barrio deplorable, dejando el cuerpo inerme a merced de la noche y de las ratas de alcantarilla. Sobre el escenario resplandecía, era otro, incluso sus facciones afiladas parecían suavizarse a merced de la placidez con la que tocaba la trompeta y el modo en que lo alumbraban los focos que proyectaban haces azulados sobre el centro de la tarima.

 

      Ya en aquel primer encuentro tuve la certeza de que la aparición de Carusso en mi vida no obedecía a la casualidad, que el presunto albur con el que el destino da forma a sus caprichos, nos había ubicado en el mismo lugar y momento, para que él fuera lo que no había tenido desde que mi padre abandonara a mi madre en el catre de la pensión, con unos billetes sobre la almohada y la sensación de que tampoco había sido para tanto. Un mentor. Un referente. Eso era algo que jamás había tenido, era algo que siempre había necesitado, y ahí lo tenía, sobre un escenario, alumbrado en exclusividad por unos focos que bien podían haber sido en realidad esos rayos de luz que proyectan desde el infinito una imagen sagrada.

 

      A su lado lo aprendí todo. Desde apreciar el jazz y hacer mis primeros pinitos con una de sus trompetas, tratando de hacer que mis labios consiguieran esos ritmos entre 3 y 4 octavas, no sonaran como gatos copulando, a llevar una vida medianamente ordenada y, principalmente, a hacerme un hombre y un nombre en el negocio.

Durante los primeros años, hasta que logré que mi barba fuera algo más que cuatro ribetes despeluchados ensombreciéndome el mentón, sus clientes recelaban cuando lo veían aparecer acompañado de un adolescente. Sin embargo, qué demonios, era Carusso, el mejor y más eficaz sicario de la ciudad. Si había que temer a alguien en Ciudad Gris, era a él. No obstante, a fuer de verme a su lado, los hampones más importantes se fueron acostumbrando a mi presencia y, con el tiempo y mi eficiencia como matón, a que estuviera al tanto de los pormenores que engrasaban los engranajes de una ciudad que se movía por la mecánica del miedo. Todo lo que realmente resultaba económicamente ventajoso en Ciudad Gris era ilegal. Y habiendo, como en todos los aspectos de la vida, dos márgenes de una misma calle, hombres como Carusso, que no se ponían de un lado u otro, eran necesarios para compensar la balanza que mantenía en un delicado equilibrio Ciudad Gris.

No tenía hijos, ni mujer, aunque no le faltaban conquistas efímeras que rara vez trascendían del mes de duración. Igual que para mí se convirtió en poco menos que un padre, yo, para él, fui lo más parecido a un hijo que jamás hubiera tenido. Por lo que la falta de pareja sentimental la suplió conmigo, inculcándome todo cuanto sabía. Me lo contó todo sobre el oficio, sobre el jazz, sobre el modo en saber separar lo uno de lo otro y lo voluble que podía resultar el aliento cuando uno no sabía cómo hacerse respetar, y que jamás había que considerar que existía un enemigo pequeño, cualquiera podía acabar contigo. Bastaba ver la cicatriz que lucía en el torso de lado a lado, y que le había craquelado un pescatero con problemas en el juego, para afirmarlo sin riesgo al equívoco. Como él bien decía, tras un breve trago de whiskey y un largo solo de trompeta, bastaba una décima de segundo de vacilación al soplar la embocadura o no ajustar al milímetro la presión sobre los pistones, para echar a perder un solo. Si era capaz de aplicar eso ahí fuera, en el mundo real, tendría mucho ganado.

 

      Con el paso de los años y sus doctos conocimientos, no solo logré hacerme un hueco en las calles de Ciudad Gris, sino que también logré convertirme en un buen trompetista. No llegué a alcanzar la altura de Carusso, ni como sicario ni como trompetista, pero, salvo él, nadie cometía el error de darme la espalda cuando plisaba el ceño o el relieve de un revolver en el costado de mi gabán dictaba que estaba en horas de oficina.

A tal punto llegó mi efectividad, «cacharro» en mano, que con el tiempo Carusso me remitía a acordar tratos o ejecutarlos, sin necesidad de involucrarse él mismo. Iba cumpliendo años y aunque el lobo no deja de ser fiero por mucho que se agrise su pelambre y su intuición e inteligencia suplían otras carencias, sus reflejos no eran los de antaño y sabía cuándo llega el momento de echarse a un lado. Además, tenía el «Balas negras» y sus solos de trompeta, que ya no solo interpretaba a puerta cerrada. Al cumplir los sesenta comenzó a tocar frente a un grupo de habituales, más tarde, cuando corrió la voz por la ciudad de la destreza de sus labios, el local comenzó a recibir clientes que únicamente se llegaban al «Balas negras» por verlo tocar. Yo, no en pocas ocasiones, le advertí sobre el peligro de exponerse bajo un foco con la platea sombreada por la semioscuridad que reinaba durante sus actuaciones. Cualquier enemigo —obviamente, ambos los teníamos por docenas— podía escudarse entre el anonimato del abundante público que acudía y disparar cuando Carusso se encontrara inmerso en el éxtasis de la interpretación. Cierto era que ambos habíamos ido reclutando, al igual que él había hecho en su día conmigo, muchachos desharrapados que se convertían en fieles escuderos y que hubieran liquidado a cualquiera que lo hubiera intentado, pero solo un tiro hubiera bastado para finiquitar la existencia del mayor y más temido y laureado de los sicarios de Ciudad Gris.

 

      Cuando le hablaba de esa posibilidad Carusso hacía lo que siempre hacía cuando quería mostrar que estaba por encima del bien, del mal, y de la determinación de cualquiera que quisiera robarle el aliento.

      —Si alguien tiene que matarme, que sea mientras toco la trompeta. ¿No te gustaría morir tocando la trompeta? —me respondía y preguntaba, mientras acariciaba el pabellón de alguna de sus trompetas.

      —Quizá viéndote tocar a ti —le seguía la broma—. Soy consciente de que no voy a llegar a tocar la trompeta como tú y, además, ya sabes qué es lo que realmente me gustaría para mi futuro. Te quiero como a un padre, Carusso, pero no puedo hacerme viejo en el negocio. Yo siempre seré el segundo de a bordo, no me temen como a ti, en el momento en que mis facultades mengüen no va a faltar quien ponga precio a mi cabeza y, lo que es aún más importante, habrá quien quiera cobrar el pellizco.

Carusso asentía y, sin necesidad de más palabras que hicieran avanzar la conversación sobre ruedas cuadradas, comenzaba a tocar la trompeta inundando el «Balas negras» de esas melodías de jazz, influenciadas por la bossa y el soul, en las que mi mentor se sentía tan a gusto.

Después de vivir el milagro de cumplir los cuarenta había comenzado a barruntar cómo debía ser mi salida del negocio. Pocos lo lograban. Seguramente porque pocos lo hacían en su debido momento. Estiraban el chicle cuando estaba demasiado seco y se partía. No pensaba cometer ese error, sobre todo después de casarme con Greta, una de las camareras del «Balas negras» y el nacimiento de Ingrid y Nathan, los gemelos. Había encontrado lo que Carusso halló conmigo, alguien en quien volcar mis conocimientos, y no quería que éstos fueran el modo de sesgar una carótida sin hacer ruido o cómo disparar a través de un cristal, teniendo en cuenta el ángulo de variación de la bala al atravesarlo.

Un local de jazz como el «Balas negras», pero en otro lugar que no fuera Ciudad Gris, eso es lo que quería. Mi propio rincón en el jodido universo en el que sentirme feliz y a salvo, en una ciudad pequeña, al otro lado del país o del maldito planeta; poco importaba si lograba huir del eco de los disparos, de la sangre en las palmas de mis manos. Había empezado a ahorrar para ello en el preciso instante en que, tras matar a un bodeguero del sur, mientras sus hijos desayunaban en la cocina a apenas diez metros de donde degollé al pobre diablo, tomé conciencia de que mi fin, tarde o temprano, era vivir un final igual que el de aquel desventurado.

 

      —Lo dejo, Carusso. Me voy mañana mismo, al amanecer. Ya lo tengo todo preparado.

Se lo dije al final de uno de sus solos de trompeta, un jueves, día de descanso en el local. Solo estábamos, él, yo y una botella de bourbon que mediaba. Carusso había cumplido setenta y cinco hacía un par de semanas y a mí me quedaba un mes para cumplir los cuarenta y cinco, un milagro de supervivencia que no pensaba seguir prolongando.

      —Tienes a Davis y a Marlon —continué, refiriéndome a los dos jóvenes que habíamos adoptado como pupilos y que ya tenían suficiente soltura y, principalmente, crueldad, como para tomar mi relevo­—. No te dejo tirado.

Carusso se llevó la embocadura a los labios, dudó un instante, y volvió a separar la boca de la trompeta, dejándola sobre la mesa que mediaba entre ambos.

      —¿Me vas a decir adónde vas? —dijo en voz baja, sin mirarme, hubiera jurado que el relumbre de una única lágrima restalló en la comisura de sus ojos, pero no sé si el juramento sería del todo acertado. Jamás le había visto llorar. Ni siquiera podía asegurar que supiera o pudiera hacerlo.

      —No —repliqué, consiguiendo que esbozara una de esas sonrisas a las que ni la edad le había restado hielo.

      —Has sido más que un amigo, más que un pupilo.

      —Lo sé.

      —Recuérdame con cariño.

Aquella revelación me conmovió. Fue la primera vez que lo vi como un ser humano, como alguien capaz de tener sentimientos.

       —Cada vez que sople mi trompeta.

Se llevó la suya a los labios y entonó una balada triste, de candencia lenta y notas prolongadas. Yo asistí en silencio a esa actuación pensando que sería la última que disfrutaría en el «Balas negras». Qué equivocado estaba.

 

      Habían pasado cuatro años y un día, como las condenas de la cárcel, cuando en mi local de jazz, el «First Lady», ubicado en una ciudad pequeña al otro lado del país, Marlon entró y se sentó en primera fila, ignorando el cartel de reservado de la mesa, mientras Justin, un saxofonista de labios gruesos y dedos veloces, entonaba los compases iniciales del «Autum leaves».

Sorprendido, pero no tanto como para temblar, me acerqué a él y me senté al otro lado de la mesa, fingiendo una entereza que su presencia, súbita y sorpresiva, había hecho flaquear.

      —Supongo que incluso el mundo es pequeño.

      —Supongo —respondió Marlon con cierta arrogancia.

De entre Davis y Marlon, siempre había considerado a este último como la apuesta más arriesgada, nunca me había llegado a fiar del todo de él y de su desmedida codicia. Carusso empero, lo prefería precisamente por eso. Afirmaba que mientras su codicia se mantuviera equilibrada con el respeto y la certeza de que gracias a él —a nosotros, cuando yo aún vivía en Ciudad Gris— lograría un estatus que en otras circunstancias jamás hubiera ostentado, sería el secuaz perfecto.

      —¿Qué haces aquí? —pregunté sin dilación ni deseo alguno de andarme con rodeos.

      —¿En la ciudad, el barrio o tu local de jazz? Es muy bonito, sabes. Muy diferente al «Balas negras». Más luminoso. La luz azul del local de Carusso me da dolor de cabeza, ¿sabes? Joder, es insoportable. La de este garito es más cálida. No sé, más familiar. Uno aquí se siente como en casa.

Que un tipo como Marlon hubiera empleado el término «familiar» no obedecía a la casualidad. Aquella, y lo supe desde el inicio de su alocución, no era una visita de cortesía y por primera vez en mucho tiempo me sentí vulnerable. Y la culpa de que me sintiera de ese modo era esa palabra, que parecía declamada al albur; «familiar».

      —¿Qué haces aquí, Marlon? —pregunté de nuevo, alicatando mis palabras con plomo.

       —Carusso chochea, casi tiene ochenta años y sigue rigiendo el negocio como si fuera un chaval, como si fuera un tipo peligroso.

      —Carusso sigue siendo peligroso —repliqué—. Cuando esté a dos metros bajo tierra lo seguirá siendo, no lo olvides.

Marlon sonrió. No era una sonrisa como las de Carusso, pero resultó igual de intimidante.

      —Lo sé, menudo hijoputa está hecho el viejales.

      —Has perdido el respeto, Marlon.

      —¡Lo que he perdido es la puta paciencia! Estoy hasta los huevos de Carusso. Tengo a mi propia gente, mis chavales, igual que vosotros nos teníais a Davis y a mí…

      —¿Cómo está Davis? —le interrumpí.

      —Fiambre —atajó él con una frialdad que me resultó repugnante—, pero eso no es lo que me trae aquí.

      —¿Y qué te trae aquí?

      —¿Puedo pedir un trago? Una cerveza estaría bien.

      —¡No!

Sentía miedo, debo admitirlo, pero tenía que mostrar templanza; solo la frialdad y la fama de falta de escrúpulos pueden apaciguar los ánimos con tipos como Marlon. Y esa era la baza que debía jugar. Principalmente, porque no tenía otro as en la manga que ese.

      —Bueno, no importa. Mejor así, al grano —asumió.

      —Eso es.

      —Tienes que liquidar al viejo.

Sabía que eso era lo que quería, lo había sabido desde el principio, desde que se había sentado con jactancia en la primera fila de mesas. Pero escucharlo de viva voz consiguió que la sangre se espesara, gélida, en el interior de mis venas.

      —Estás como una puta cabra.

      —Puede, pero el viejo lo está aún más. Desde que te marchaste todo es diferente, no confía en nadie, siempre lleva el revólver amartillado en la cartuchera, porque sabe que ya no tiene los reflejos para sacarlo y amartillarlo antes de que el contrario dispare. Nos trata como a la mierda, como si fuera un abuelo tacaño que no quiere dar la puta paga a sus nietos. Mis muchachos y yo trabajamos y vivimos por migajas, Carusso está obsesionado con el dinero desde que te fuiste. Dice que quiere retirarse del todo, largarse de Ciudad Gris con sus putas trompetas y que necesita la pasta.

Y lo que yo necesito es que lo quites de en medio —concluyó.

      —¡Hazlo tú!

Marlon me dedicó un gesto complaciente. El muy cabrón se sentía a gusto con aquella conversación.

       —¿Y ser el tipo de mató al rey de las calles de Ciudad Gris? Ni de puta broma.

      —El que algo quiere… —dejé en el aire.

      —El que algo quiere se lo encarga a quien puede hacerlo sin repercusiones —me rebatió—. Mi idea es seguir allí, convertirme en el que tome el legado de Carusso y por eso mismo no puedo hacerlo. El viejo tiene muchos amigos en la ciudad, muchos. Si me lo llevo por delante le pondrían a mi pellejo el mismo precio que han puesto al tuyo.

En aquel momento no pude evitar reflejar mi sorpresa. Una vez me había alejado del cobijo del paraguas de Carusso era lógico pensar que alguno de los enemigos que me había granjeado a lo largo de los años me la tendría jurada. Que hubieran puesto precio a mi gaznate empero, significaba que había un acuerdo tácito entre algunos de los peces gordos de la ciudad. Tipos que si apenas lograban encontrar su polla buceando en su propia bragueta, difícilmente serían capaces de encontrarme al otro lado del país. Pero Marlon me había encontrado. El puñetero as estaba en su manga.

      —Esto es sencillo, Samuel —entonó con un volumen afable, que apenas se escuchaba entre las notas del saxo que fluían desde el escenario—. Te llegas al «Balas negras». Sabes que el viejo te quiere y que confía en ti más que en cualquiera de nosotros. Cuando estéis solos le pegas un tiro y te vuelves aquí, en paz, a seguir sumando arrugas.

¿Qué tal tus críos?

Aquella pregunta electrificó el vello de mi nuca. Podía haber estallado en aquel momento, haberle cogido por las solapas, sacado del local a empujones y pegado tres tiros entre los cubos de basura del callejón adyacente a mi local. Tuve que contenerme. No sabía si fuera esperaba alguno de sus chicos y, sobre todo, la amenaza velada sobre mis «críos» era una invitación a pensar que quizá, en aquel preciso instante, alguien podía estar cerca de mi casa, donde Greta y los chicos estarían cenando, puede que incluso ya metidos en la cama, ajenos a los ojos que, a unos metros de mi hogar, escrutaban la ventana más factible para colarse en el interior.

      —Ofrecen mucha pasta por tu pescuezo, Samuel, pero no me importa, no me interesa eso. Ni siquiera tengo el menor interés por decirle a nadie dónde estás, viviendo como si no tuvieras un pasado. No me importa, de verdad. Pero mata al jodido Carusso —finalizó, ajustándose los botones de su americana.

Tomé aire. El ambiente estaba cargado por el humo de los cigarrillos y las palabras de Marlon lo habían condensado aún más, hasta hacerlo irrespirable.

      —No tienes ni idea de lo que me estás pidiendo.

      —Claro que lo sé —rebatió—. Y lo vas a hacer. Lo vas a hacer porque no te queda otra. Porque te he encontrado. A ti y a tu familia. Y esa es una baza ganadora, y lo sabes —concluyó, con la satisfacción de quien sabe que no hay réplica posible que rebata su sentencia.

Ambos, tanto él como yo, sabíamos que no tenía otra opción.

      —El viejo es fiel a sus liturgias. Ya sabes cuándo le vas a encontrar más vulnerable —detalló al paso de unos segundos, metamorfoseados en eternidad.

      —¿Los jueves? —pregunté.

      —Sigue siendo el día de cierre del «Balas negras». Se queda con sus jodidas trompetas a dar la murga a los gatos que se asoman a la ventana que da al callejón. El viejo se alegrará de verte, habla de ti muchas veces. Al menos se alegrará hasta que saques el cacharro y pongas fin a su reinado.

Después vuelves a desaparecer, te vienes aquí, con tus conciertos, tus hijos y tu mujer, perdido en esta ciudad insignificante y si te visto no me acuerdo. Jamás diré a nadie dónde ni cómo te he encontrado. Tienes mi palabra.

      —¿Tu palabra?

      —No es papel mojado, te lo aseguro —rebatió sin ofenderse.

A nuestra espalda el público asistente al concierto rompió a aplaudir una magnífica versión de «Rapsodia in blue». Marlon palmeó la mesa, se unió a los aplausos y después se levantó ajustándose la chaqueta al cuerpo y me alargó la mano.

       —¿Trato hecho, Samuel?

       —Si después vuelvo a verte por esta ciudad seré yo el que te mate a ti —le amenacé como respuesta, afirmativa, por supuesto, no sacando de él sino un gesto de complacencia.

       —Sabía que eras el hombre adecuado. Si cumples esta será la última vez que me veas —prometió, para después recorrer el frontal del escenario con la misma calma con la que había llegado. En una pose que sin dudas pretendía imitar a la de Carusso, pero a la que le sobraba altanería.

Jenny, una de mis camareras, se acercó hasta la mesa con gesto de preocupación. Era una mujer recia, acostumbrada a lidiar con borrachos y babosos que dejaban escapar suspiros enviciados sobre su escote cada vez que les servía una cerveza. Una mujer hecha a la noche que, sin embargo, había visto en Marlon algo que le había preocupado, que trascendía de la peligrosidad habitual de los borrachos de fin de semana y las peleas, a puños o a navaja, que alguna vez se habían dado en el local.

      —¿Todo bien, jefe?

      —Todo bien.

      —¿Un viejo amigo?

      —No, no es un viejo amigo —contesté lacónico, para después regalarle una sonrisa que no logró desdibujar el gesto de preocupación que se había instalado en su rostro.

 

      Hay momentos de la vida que no merecen la pena que se procrastinen. No tenía opción alguna sobre mi futuro. De hecho, no tenía opción posible si deseaba tener futuro. Así las cosas, seis días después de la visita de Marlon me despedí a primera hora de la mañana de Greta y los chicos, y con la excusa de la visita a un amigo que pasaba sus últimas horas en el hospital de Ciudad Gris —una realidad envuelta en el papel de estraza con el que se velan las mentiras que tememos desvelar— crucé el país de lado a lado, de camino a la ciudad a la que me había jurado no regresar.

 

      Alcancé el «Balas negras» cuando el sol había cedido el testigo a una luna llena, gorda y presumida, en su puntual derrota diaria. Aparqué dos manzanas al sur y me llegué hasta el local sabiendo que, a pesar de ser el día de descanso del personal, la puerta que daba al callejón por donde se sacaba la basura, las botellas vacías y a los borrachos, estaría abierta.

El sonido habitual que recordaba de los solos de Carusso, con notas desgajadas y prolongadas, una octava por encima de lo habitual, como si quisiera mostrar que hasta en la música era capaz de elevar su presencia por encima del resto, me llegó nítido en el preciso momento en que abrí la puerta y pasé al local por detrás. La penumbra de los días de cierre se extendía bruna, como un mal presagio, por los almacenes anexos al bar y sala principal, donde la habitual luz azulada iluminaba el escenario.

Desde el almacén de bebidas se accedía directamente al interior de la barra y antes de asomar a la puerta, donde la luz superior de la barra me anunciaría, extendiendo mi sombra sobre el resplandor tenue que se extendía desde la barra hacia la sala, me detuve para recolocar el revólver con el que pensaba culminar mi traición aferrado al cinturón por la espalda. Un hombre como Carusso, acostumbrado a escrutar la vestimenta de cualquiera que pudiera ocultar un arma, era capaz de identificar el más mínimo relieve. Una deformación profesional que no podía evitar ni entre los más cercanos, entre aquellos que no suponían una amenaza para él; si es que un hombre como Carusso podía permitirse el lujo de confiar en alguien hasta ese punto. Mi visita era la prueba inequívoca de que no era así.

 

      El solo de trompeta se detuvo suavemente cuando mi silueta apareció recortada por la luz de la barra, evidencia de que, aunque no esperaba llegada alguna, no iba a conceder la satisfacción a la inesperada visita que yo representaba, de interrumpir la serenata súbitamente, mostrando sorpresa o vulnerabilidad.

      —Samuel —dijo con su voz de anciano, rasgada y melosa, después de apartarse la embocadura de los labios y depositar su trompeta sobre las piernas—. Samuel, mi buen Samuel. Vaya sorpresa —sumó, con un tono de voz más propio de un abuelo que ve llegar a su nieto tras un largo tiempo sin verlo, y anhela el abrazo del reencuentro que dé sentido a las sístoles de un corazón que se limita a latir por costumbre.

      —Sigues siendo un espectáculo sobre el escenario —le adulé, mientras recogía una copa de las muchas que pendían, boca abajo, sobre la barra y me servía una cerveza del tirador—. ¿Quieres una?

Carusso negó con la cabeza. Su sonrisa de lobo, aquella que recordaba impresa perenne en sus labios y que había alumbrado muchas de mis peores pesadillas durante mis primeros años a su lado, había demudado en un gesto nostálgico, embadurnado por la melancolía que embarra los sentimientos anclados en secuencias pretéritas; recuerdos que componen la base de la nostalgia a la que nos aferramos cuando poco nos queda más que el rememorar tiempos mejores.

Atravesé la barra y salí a la sala exterior regalando un beso a la copa de cerveza que me dejó un dedo de espuma impreso sobre el labio superior. Lo recogí con el dedo índice de la mano derecha y me lo llevé a los labios. El sabor de la espuma me dejó impreso en el paladar un sabor amargo, demasiado amargo. Quizá una señal del destino que no supe interpretar…

 

      Sujetaba la cerveza a la altura del vientre y la bala, antes de alcanzarme el estómago, atravesó la copa de cristal, provocando una explosión de cristales, espuma y gotas doradas, que se elevaron ante mí y mi atónita expresión de estúpido. Trastabillé hacia atrás, hasta que mi espalda golpeó la barra y me deslicé, apoyando el codo sobre ella, para evitar desplomarme completamente. Al elevarme de nuevo el revólver que ocultaba en la espalda, aferrado levemente en el cinturón, para que fuera más sencillo extraerlo, cayó con estrépito al suelo. No obstante, poco importaba ya. Confundido, miré hacia el escenario y una nueva sacudida, en forma de disparo, me alcanzó en el mismo lugar en el que lo había hecho el primer y acertado proyectil: el estómago.

Una densa y cálida detonación se abrió paso en mi interior, extendiendo el fuego a mordiscos por mis entrañas. Al otro lado de la sala, sobre el escenario, aún con la trompeta sobre las piernas, Carusso continuaba apuntándome con su revólver. Del cañón emergía una fina y serpenteante hilera de humo denso, que la luz del escenario azulaba de una forma bella y elegante. Parecía una de esas fotografías de gánsteres que anunciaban las obras de teatro del centro de la ciudad, donde la gente pagaba por ver interpretaciones que realmente se daba en calles que jamás visitarían.

      

      Logré alcanzar una de las que rodeaban las mesas más extremas del local y me derrengué sobre ella, dejando, en el preciso momento en que me apoyé sobre las lamas que componían el respaldo de la silla, varios regueros de sangre negra y espesa descendiendo por detrás. Mi vientre, notablemente abultado desde que había comenzado mi vida fuera del plomo al otro lado del país, se había convertido en una ensalada de sangre y carne sonrosada, que se asomaba volteada por los dos orificios que habían dejado, a apenas tres centímetros de distancia el uno del otro, los sendos disparos que Carusso y su endiablada puntería a pesar de la edad, habían acertado en mi vientre.

Sabía por qué me había disparado en el estómago, cuando podía haber acertado a esa distancia en el pecho o en la cabeza, finiquitando el fugaz encuentro en apenas unos segundos. Un disparo en el abdomen, aún más si son dos, es una muerte segura que, sin embargo, concede unos minutos de lucidez hasta que la sangre emerge a borbotones por la garganta, los pulmones se encharcan y el corazón no logra bombear los coágulos que se forman en el torrente sanguíneo. Lo que no alcanzaba a comprender era el motivo por el que lo había hecho sin saber aún la amenaza que yo representaba para él, aunque podía intuirlo. Un precio elevado, eso es lo que habían puesto a mi cabeza cuando me había marchado de Ciudad Gris, desapareciendo para siempre sabiendo nombres, apellidos, cargos y asesinatos pactados, de algunos de los hombres más pudientes de la más podrida de las urbes del país. Marlon no me había llegado a decir la cantidad exacta, pero debía ser elevada para que Carusso, casi mi padre, hubiera pergeñado todo aquello para darme caza. Sabía que mi cabeza corría peligro desde que salí del resguardo de su alero, lo que jamás hubiera pensado era que fuera el hombre que había sujetado durante décadas el paraguas que me protegía el que me fuera a dejar exánime a merced de los buitres.

      —Supongo que es mucho dinero el que dan por mí —musité, con mi voz estentórea reverberando en el vacío del local.

Carusso lloraba, y le odié por eso, le odié con todas mis fuerzas. Era la primera vez en mi vida que lo veía llorar abiertamente, sin contener el flujo de lágrimas que caían lentas y amalgamadas por un rostro cadavérico, como de quien muere en vida.

      —No es poco, pero no es por el dinero. Aunque no voy a engañarte, lo cobraré —anunció, dejando el revólver con el que me había sentenciado sobre el suelo, para volver a agarrar con ambas manos su trompeta.

      —Iba a matarte —confesé.

      —Lo sé —respondió.

Y al hacerlo, al comprender qué era lo que estaba dispuesto a hacer cuando había regresado al «Balas negras», asumí la sinceridad de aquellas lágrimas que daban lustre a su piel apergaminada. Era yo el que sufría el dolor físico, pero igual de terrible debía ser el emocional.

       —Te encontraron por mera casualidad —comenzó a hablar en voz baja, casi un susurro—. Tenías que montar un puñetero local de jazz, no podías haber elegido otro negocio, un local de jazz —se lamentó—. Cuando me dijeron que te habían encontrado y el precio que se había puesto a tu cabeza pedí a mis chicos que te protegieran, que eras como un hijo, pero Marlon me dijo que hasta un hijo traiciona a su padre dado el caso. Lo negué, le dije que era imposible.

Él me dijo que en caso de que fuera su familia o yo no dudarías, no huirías de nuevo para burlar a la parca sin tener que elegir, ni volverías para prevenirme. Que me matarías sin pensarlo demasiado.

Lo creí imposible y cerré el acuerdo. Marlon iría a tu local y te situaría en la tesitura de tener que elegir qué hacer. En caso de que huyeras volverías a estar libre, podías haber empezado de nuevo en otra ciudad con Greta y tus chicos, pero si me traicionabas cobraríamos tu precio. A fin de cuentas, esto es un negocio, siempre lo ha sido —asumió con melancólica resignación.

      —¿Estarán bien? ¿Greta y mis hijos estarán bien? —logré articular.

Carusso se encogió de hombros.

      —Nadie da nada por ellos, así que supongo —replicó, volviendo a ser el hijo de puta frío y cruel que siempre había sido—. No es algo que me importe, la verdad.

Fui yo el que sonrió en aquella ocasión, sabía que Greta y los muchachos estarían bien, incluso hubiera apostado a que él mismo se encargaría de que así fuera. De mis labios emergió una bocanada de sangre oscura, de las que brotan desde las entrañas, que me tiñó de grana la barbilla.

      —Esto se acaba, Samuel —anunció Carusso, como si yo no fuera consciente de la inminencia de mi fin—. ¿Recuerdas cuando hablamos de que una forma de morir amable sería mientras toco mi saxo en este escenario? Ha pasado mucho tiempo desde que hablamos de ello, ¿lo recuerdas?

Asentí con la cabeza y tuve que hacer acopio de unas fuerzas que ya no poseía para volver a alzar la vista, para poder, a través de una neblina caliginosa, contemplar a Carusso sobre el escenario con su trompeta entre las manos.

       —Me dijiste que aún sería mejor morir escuchando uno de mis solos —sentenció sin añadir una sola palabra más, llevándose la embocadura de su trompeta dorada a los labios, mientras continuaba llorando. Era como si las lágrimas que se había negado a derramar durante toda su vida hubieran encontrado un resquicio en el dique por donde escapar y fueran a fluir hasta agotarse completamente.

Yo me dejé llevar y mis últimos suspiros, entrecortados y leves, se elevaron en el aire mecidos por el último solo de trompeta que pude disfrutar en el «Balas negras», de los labios de Carusso.

 

      No pude sino sentir agradecimiento por aquel final, por aquel hombre que me había recogido de la calle y dado todo cuanto tenía, incluso un fin con el que ya había fantaseado en el pasado. Tenía razón, podía haber huido cuando Marlon llegó al local y amenazó a mi familia si no me encargaba de Carusso. Quizá acepté porque deseaba hacerlo, porque muy por dentro un alumno siempre desea superar al mentor, y en nuestro caso, en el oficio, solo hay una manera de hacerlo.

Una escala lenta en mitad del solo se llevó mi último aliento y la certeza de que escuchar un experimentado solo de trompeta era la forma perfecta de concluir una historia, un libro, una vida, una traición que moría sin saber si había sido suya… o mía.

 

 

 

 

1º PREMIO: FAMILIA CON PERRO, DE RAMÓN DE AGUILAR

  Sonido desnudo.   Ramiro ha puesto el disco de Giuseppe Di Stefano que yo le regalé. Pero nadie parece escuchar la cálida voz con l...